Por María Angélica Aparicio P.

Fue una orgullosa campesina, una de esas que brillan por su carácter y su firmeza. Se distinguía entre muchas por sus cabellos rubios, su tez clara y sus radiantes ojos azules. Usaba los vestidos largos de la época, aquellos que no permitían visualizar sino la forma del vestido y los zapatos. Había nacido en Domrémy, una aldea situada al este de Francia, donde su padre –Jacques- trabajaba como un granjero propietario de tierras.

En la granja familiar, la joven cuidaba los animales, cosía e hilaba. Los libros no eran su altar, su sustento intelectual, pues creció analfabeta y como tal, murió así. Fue una creyente católica que rezaba fielmente, a diario y con devoción, sus oraciones. Solía llevarle flores a una imagen de la Virgen María. Era una chica piadosa, buena, a la cual llamaban en su época medieval: Juana de Arco. Sus vecinos más conocidos le decían “Juanita”.

A los diecisiete años, siendo una adolescente, ya pensaba en incorporarse al ejército francés. Se vivía entonces la etapa final de la guerra de los cien años. Los rudos ingleses –quienes dominaban el norte de Francia- se enfrentaban con los franceses, grupo bajo el mando del futuro rey Carlos VII. Era un enfrentamiento a golpes y la golpiza era tremenda en ambas direcciones. El lío no inclinaba la balanza a favor de nadie, pero muchos deseaban que Carlos VII asumiera el trono y el dominio de París.

Un ataque de los ingleses a varias aldeas que se hallaban en las inmediaciones de Domrémy, poblado natal de Juana, hizo que la chica ajuiciada y enérgica, cambiara de rumbo. Abandonó la granja de sus padres para adentrarse en un mundo mayoritariamente varonil. Dejó a su madre Isabelle y a sus hermanos, porque debía intervenir en la guerra para lograr su finalización. Cien años peleando era igual que combatir a los corajudos huracanes del trópico.

Resuelta a colaborar en el conflicto, dejó en casa los vestidos femeninos que le encantaban. Tomó las prendas tradicionales que usaban los hombres de su tiempo, y se disfrazó del cuello hasta los pies. Al frente de una pequeña escolta integrada por varones, salió, en cuanto pudo, de Domrémy. Tenía que llegar al castillo de Chinon, situado en el valle del Loira, junto al río Vienne, donde residía Carlos. Era un viaje largo y apremiaba llegar cuanto antes, para hablar con el futuro rey a quien no conocía en absoluto.

Juana miró boquiabierta la mole que constituía el castillo de Chinon. Su casa de Domrémy cabía unas ochenta veces aquí. Era una fortaleza amurallada, de quinientos metros de largo, con dos plantas y tres divisiones distintas. En su interior se hallaban dormitorios, auditorio, comedor, cuartos de servicio, patios y torres. Había sido construido sobre una colina que dominaba un extenso terreno. Desde sus ventanas se podía apreciar el río Vienne, un afluente del viejo río Loira.

Corría el año 1429 cuando Juana de Arco conoció en persona a Carlos VII. Ambos tenían menos de veinte años el día que se encontraron en el castillo de Chinon. Por edad, era fácil hablar, desmentir al otro, desconfiar y no tomar decisiones que unieran sus caminos. Pero Juana logró convencer a este joven –elegido rey desde los 14 años–para que le permitiera participar en la guerra.

Sin perder tiempo, la chica de Domrémy tomó la armadura que se le ofrecía: yelmo, coraza, gorjal, rodilleras y hombreras. Cubrió su cuerpo sin chistar más. Recibió la espada tradicional de guerra y un brioso caballo. La idea era defender un territorio situado a orillas del río Loira, conocido como Orleans, que estaba a punto de caer en manos de los ingleses. Había que defenderla contra la vida y la muerte.

Juana salió con un ejército de más de cinco mil hombres. Llevaba en alto una bandera con los nombres de Jesús de Nazareno y de su madre María. No combatió cuerpo a cuerpo como lo hicieron sus soldados, pero con sus gritos, sus ires y venires junto a los muchachos, galopando su caballo, logró mantener el coraje y la valentía de los combatientes. Nueve días después, paró, como la rueda de un tractor, esta guerra de locuras y ambiciones.

Vencedor, Carlos VII pudo coronarse como rey de Francia y timonel de la ciudad de París. Gloria a este hombre que logró sus objetivos: vencer a los ingleses y trasladarse a Reims, una bonita ciudad, para ser declarado único Monarca del país galo. ¡Ya nadie podía arrebatarle su trono! El cuento de hadas terminaba con un broche de oro para Carlos y su esposa, María de Anjou, una de sus primas.

Una Juana de Arco fue el emblema del triunfo, la adolescente que coreó sin descanso, hasta ver que los ingleses, aterrados, abandonan despavoridos a Orleans. Pudo trasladar a Carlos, vivo y feliz, hasta la catedral de Reims, tras batallar con otros ingleses y vencerlos a todos. Reims era el sitio donde se coronaba, por tradición, a la realeza francesa. Por fin pudo gritar, al unísono del gentío: ¡Viva el rey!

Varios meses después, apareció la primera gran nube negra. Corría el año 1430 cuando Juana fue capturada en Champiegné, un lugar de paso al norte de París, por aquellos franceses que apoyaron a los ingleses durante el conflicto bélico. Rabiosos los estúpidos hombres, la cogieron presa como símbolo de venganza. Un tribunal juzgó sus creencias católicas y la consideró una hereje de primer nivel. Por Dios, era una simple granjera con alas de reina. ¿Por qué sacrificarla?

Tenía diecinueve años cuando la quemaron viva, en una enorme hoguera, que ardía bajo los múltiples colores y los ruidos crocantes que producía el fuego. Los restos de esta joven fueron esparcidos por el río Sena que, muy seguramente, recibieron, con beneplácito, sus valientes cenizas.

Juana de Arco, doncella de Orleans y sin oportunidad de trascender su vida, se levantaría como una de las figuras más influyentes de la historia de Francia.

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