Por Guillermo Romero Salamanca

“Me ha entristecido mucho lo que ha sucedido en los pasados días en la cárcel de Guayaquil, en Ecuador. Una terrible explosión de violencia entre detenidos pertenecientes a bandas rivales ha provocado más de cien muertos y numerosos heridos. Rezo por ellos y por sus familias. Dios nos ayude a sanar las llagas del crimen que esclaviza a los más pobres. Y ayude a cuentos trabajan cada día para hacer más humana la vida en las cárceles”, dijo este domingo el Papa Francisco en la plaza de san Pedro en El Vaticano, después del rezo del Ángelus.

“Deseo implorar nuevamente a Dios el don de la paz para la amada tierra de Myanmar: para que las manos de cuantos la habitan no deban enjugar más lágrimas de dolor y de muerte, sino que puedan estrecharse a fin de superar las dificultades y trabajar juntas para traer la paz”, agregó.

EL MENSAJE DEL EVANGELIO

El siguiente es el texto del mensaje del Papa Francisco:

En el Evangelio de la Liturgia de hoy vemos una reacción de Jesús más bien insólita: se indigna. Y lo que más sorprende es que su indignación no es causada por los fariseos que lo ponen a prueba con preguntas sobre la licitud del divorcio, sino por sus discípulos que, para protegerlo de la aglomeración de gente, riñen a algunos niños que habían sido llevados ante Jesús. En otras palabras, el Señor no se indigna con quienes discuten con Él, sino con quienes, para aliviarle el cansancio, alejan de Él a los niños. ¿Por qué? Es una buena pregunta: ¿por qué el Señor hace esto?

Recordemos —era el Evangelio de hace dos domingos— que Jesús, realizando el gesto de abrazar a un niño, se había identificado con los pequeños: había enseñado que precisamente los pequeños, es decir, los que dependen de los demás, los que tienen necesidad y no pueden restituir, han de ser servidos los primeros. Quien busca a Dios lo encuentra allí, en los pequeños, en los necesitados, necesitados no solo de bienes, sino también de cuidados y de consuelo, como los enfermos, los humillados, los prisioneros, los inmigrantes, los presos. Allí está Él, en los pequeños. He aquí por qué Jesús se indigna: cada afrenta hecha a un pequeño, a un pobre, a un niño, a un indefenso, se le hace a Él.

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Hoy el Señor retoma esta enseñanza y la completa. De hecho, añade: «El que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,15). Esta es la novedad: el discípulo no solo debe servir a los pequeños, sino que también ha de reconocerse pequeño él mismo. Y cada uno de nosotros, ¿se reconoce pequeño ante Dios? Pensémoslo, nos ayudará. Saberse pequeños, saberse necesitados de salvación, es indispensable para acoger al Señor. Es el primer paso para abrirnos a Él. Sin embargo, a menudo nos olvidamos de esto. En la prosperidad, en el bienestar, vivimos la ilusión de ser autosuficientes, de bastarnos a nosotros mismos, de no tener necesidad de Dios. Hermanos y hermanas, esto es un engaño, porque cada uno de nosotros es un ser necesitado, pequeño. Debemos buscar nuestra propia pequeñez y reconocerla. Y allí encontraremos a Jesús.

En la vida, reconocerse pequeño es un punto de partida para llegar a ser grande. Si lo pensamos bien, crecemos no tanto gracias a los éxitos y a las cosas que tenemos, sino, sobre todo, en los momentos de lucha y de fragilidad. Ahí, en la necesidad, maduramos; ahí abrimos el corazón a Dios, a los demás, al sentido de la vida. Abrimos los ojos a los demás. Cuando somos pequeños abrimos los ojos al verdadero sentido de la vida. Cuando nos sintamos pequeños ante un problema, pequeños ante una cruz, una enfermedad, cuando experimentemos fatiga y soledad, no nos desanimemos. Está cayendo la máscara de la superficialidad y está resurgiendo nuestra radical fragilidad: es nuestra base común, nuestro tesoro, porque con Dios las fragilidades no son obstáculos, sino oportunidades. Una bella oración sería esta: “Señor, mira mis fragilidades…”; y enumerarlas ante Él. Esta es una buena actitud ante Dios.

REZAR CON PERSEVERANCIA

De hecho, precisamente en la fragilidad descubrimos cuánto nos cuida Dios. El Evangelio de hoy dice que Jesús es muy tierno con los pequeños: «Los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos» (v. 16). Las contrariedades, las situaciones que revelan nuestra fragilidad son ocasiones privilegiadas para experimentar su amor. Lo sabe bien quien reza con perseverancia: en los momentos oscuros o de soledad, la ternura de Dios hacia nosotros se hace —por así decir— aún más presente. Cuando somos pequeños, sentimos más la ternura de Dios. Esta ternura nos da paz, esta ternura nos hace crecer, porque Dios se nos acerca a su manera, que es cercanía, compasión y ternura. Y cuando nos sentimos poca cosa —es decir, pequeños— por cualquier motivo, el Señor se nos acerca más, lo sentimos más cercano. Nos da paz, nos hace crecer. En la oración, el Señor nos abraza como un papá a su niño. Así nos hacemos grandes: no con la ilusoria pretensión de nuestra autosuficiencia -esto no hace grande a nadie-, sino con la fortaleza de depositar en el Padre toda esperanza. Justo como hacen los pequeños, hacen así.

Pidamos hoy a la Virgen María una gracia grande, la de la pequeñez: ser niños que se fían del Padre, seguros de que Él nunca deja de cuidarnos.

DESPUÉS DEL ÁNGELUS

Queridos hermanos y hermanas:

Me ha entristecido mucho lo que ha sucedido en los pasados días en la cárcel de Guayaquil, en Ecuador. Una terrible explosión de violencia entre detenidos pertenecientes a bandas rivales ha provocado más de cien muertos y numerosos heridos. Rezo por ellos y por sus familias. Dios nos ayude a sanar las llagas del crimen que esclaviza a los más pobres. Y ayude a cuentos trabajan cada día para hacer más humana la vida en las cárceles.

Deseo implorar nuevamente a Dios el don de la paz para la amada tierra de Myanmar: para que las manos de cuantos la habitan no deban enjugar más lágrimas de dolor y de muerte, sino que puedan estrecharse a fin de superar las dificultades y trabajar juntas para traer la paz.

Italijoje skelbiamos dvi naujos palaimintosios - Vatican News
María Antonia Samà y Gaetana Tolomeo

Hoy, en Catanzaro, serán beatificadas María Antonia Samà y Gaetana Tolomeo, dos mujeres que padecieron inmovilidad física durante toda su vida. Sostenidas por la gracia divina, abrazaron la cruz de su enfermedad, transformando el dolor en una alabanza al Señor. Su lecho se convirtió en punto de referencia espiritual y lugar de oración y de crecimiento cristiano para mucha gente que encontraba junto a él consuelo y esperanza. ¡Un aplauso para las nuevas Beatas!

En este primer domingo de octubre, mi pensamiento va a los fieles reunidos en el Santuario de Pompeya para recitar la Súplica a la Virgen María. Durante este mes, renovemos juntos el compromiso de rezar el santo Rosario.

Dirijo mi saludo a vosotros, queridos romanos y peregrinos. En especial, a los fieles de Wépion, en la diócesis de Namur, en Bélgica; a los jóvenes de Uzzano, en la diócesis de Pescia; y a los chicos con discapacidades venidos desde Módena, acompañados por las Pequeñas Hermanas de Jesús Trabajador y por voluntarios. A propósito, hoy en Italia se celebra el Día para la eliminación de las barreras arquitectónicas. Todos podemos echar una mano para construir una sociedad en la que nadie se sienta excluido. Gracias por vuestro trabajo.

Os deseo a todos un feliz domingo. ¡También a los chicos de la Inmaculada! Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Buen almuerzo y hasta pronto.

YO SOY UN CURA DE PUEBLO

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El portal católico ALETEIA, con corresponsalía en Colombia, le extendió una invitación a monseñor Luis José Rueda Aparicio, arzobispo de Bogotá y presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, para dialogar y conocer sobre la vida pastoral que Dios y la Iglesia Católica le ha encomendado.

Se siente el más pequeño de los obispos, aunque tiene la responsabilidad más grande como pastor de la Iglesia católica de Colombia. El mismo día de su ordenación como presbítero, a los 27 años, fue nombrado párroco y, poco a poco, le fueron llegando nuevas tareas de servicio.

Él es Luis José Rueda Aparicio, nacido en San Gil, departamento de Santander, en el oriente del país. Pero, ¿cómo un párroco de provincia llegó a ser arzobispo de una jurisdicción con más de ocho millones de habitantes y presidente de la Conferencia Episcopal? “Por la misericordia de Dios, que nos da la misión y nos da la gracia para cumplirla”, admite con la humildad que lo caracteriza.

Monseñor Rueda Aparicio habla con naturalidad en su despacho del Palacio Arzobispal, su casa en el centro histórico bogotano, un lugar que ocupa desde hace más de un año, después de una posesión atípica, en plena pandemia y con tan solo quince personas en la Catedral Primada.

En medio de esas circunstancias difíciles empezó su labor pastoral a través de los canales de comunicación católicos. Bajó al Señor Caído del Cerro de Monserrate y recorrió con la imagen las parroquias, para pedir por el fin de la pandemia, que ha cobrado la vida de 35 sacerdotes de la ciudad. Apenas pudo, organizó reuniones presenciales con presbíteros, religiosas, laicos y, especialmente, con las comunidades que más le duelen: los habitantes de calle, los migrantes, las prostitutas y los privados de la libertad. Sus respuestas siempre los muestran como un pastor sencillo y cercano a sus interlocutores.

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