
Por Eduardo Frontado Sánchez
Como seres humanos —y como espectadores del arte en todas sus formas— solemos caer en la trampa de idealizar a las figuras públicas. Pensamos que, por el simple hecho de ser conocidas, deben ser modelos de perfección, invulnerables, y siempre disponibles para complacer las expectativas ajenas. Esta es una creencia limitante y peligrosa.
Convertirse en figura pública puede traer consigo reconocimiento y éxito material, sí, pero siempre he creído que lo material es circunstancial. Lo importante es encontrar un equilibrio entre los beneficios económicos y la fidelidad a la esencia de quien se es. La carrera artística, observada desde fuera, puede parecer un camino fácil: te haces conocido, consigues seguidores, y eso eventualmente se traduce en ingresos. Pero la realidad es mucho más compleja. La construcción de un nombre y el manejo de la fama exigen una gestión emocional profunda, que muchas veces no se ve.
Vivimos en la era de la inmediatez. La fama puede llegar en un abrir y cerrar de ojos gracias a las redes sociales y al poder de los algoritmos. Pero construir una carrera auténtica y duradera sigue requiriendo los mismos valores de siempre: constancia, paciencia y perseverancia. Y estos, lamentablemente, no son los valores más cultivados en el mundo de hoy.
Autenticidad, fama y salud mental son tres conceptos que están de moda, pero que pocas veces logran coexistir en armonía. La fama puede abrir puertas y multiplicar oportunidades, pero también puede volverse una carga abrumadora si no está acompañada por un fuerte sentido de identidad y bienestar emocional. De hecho, muchas veces, cuanto más éxito se alcanza, más se vacía la vida personal. Es un precio silencioso que se paga en soledad.
Es fácil hablar de salud mental desde la comodidad del discurso público, pero otra cosa es vivirla. La fama, el dinero y el poder no garantizan la felicidad. Tenerlo «todo» al alcance de la mano no significa sentir plenitud. De hecho, ese “todo” puede erosionar lentamente lo más humano de quien lo sostiene: la calma, la intimidad, la autenticidad.
Siempre he creído que todo artista o figura pública tiene derecho a preservar una parte de sí misma, a proteger ese rincón vulnerable donde habitan las emociones más auténticas. Hoy se ha vuelto casi un mandato mostrarlo todo, ser un libro abierto. Pero creo que no toda emoción debe ser puesta al servicio del espectáculo. Ser auténtico no significa exponerse por completo ni usar el dolor como estrategia de marketing.
La vulnerabilidad es parte de lo que nos hace humanos, sí. Pero debemos ser cuidadosos al compartirla: con quién, cuándo y por qué lo hacemos. No todo momento íntimo debe convertirse en contenido. Compartir no siempre implica sanar, y no toda catarsis debe ser pública. En el mundo del arte, esta decisión se vuelve aún más delicada porque la sobreexposición puede abrir heridas más que cerrarlas.
Esto no quiere decir que tengamos que vivir disfrazados de fortaleza. No somos robots. Pero sí pienso que hay emociones que merecen respeto y silencio. No se trata de ocultarlas por vergüenza, sino de honrarlas desde la intimidad. Convertir el dolor en espectáculo es una forma de banalizarlo.
Un artista que logra transformar sus adversidades en oportunidades tiene, en mi opinión, más valor que aquel que se victimiza ante su público. El arte tiene el poder de conmover, inspirar, movilizar. Como fanático, apoyo a quienes me inspiran con sus historias, sus letras, su sensibilidad… no necesariamente con sus heridas expuestas.
Apoyamos el arte porque nos vemos reflejados en él. Porque, al escucharlo, sentimos que alguien nos comprende. Pero esa conexión profunda no necesita desnudarse por completo ante las cámaras. La autenticidad no está en el exceso de exposición, sino en la honestidad con uno mismo y con los demás. Y esa honestidad, a veces, también sabe guardar silencio.
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