Por María Angélica Aparicio P.
Grecia reinó en Europa, durante la edad antigua, como un imperio fortalecido. De tantos pensadores, historiadores, políticos, médicos, maestros e investigadores que tuvo, logró poner las bases de la democracia europea, y crecer como un Estado soberano y libre. Sin embargo, en los años 1967 a 1974, un grupo de griegos militares, conocido como los “Coroneles”, puso sus manos ásperas y hostiles encima de los derechos y las libertades que tenían los habitantes, para causar una ola de tragedias.
La familia Panagulis cayó en ese oleaje de mala racha, cuando los “Coroneles” dieron un golpe de estado para evitar que Georgios Papandréu, el favorito de entonces, fuera nuevamente primer ministro de Grecia. Un periodo dictatorial de persecuciones, encarcelamientos, torturas y exilios, se vino, como un ciclón, sobre numerosas familias griegas defensoras de la democracia, aplastando entre otras, a los Panagulis.
Alekos Panagulis murió tan joven que no pudo hacer justicia para superar sus traumas políticos, ni averiguar qué ocurrió con su hermano Jorge –el mayor de todos– cuando abordó un barco rumbo a Grecia. En sus treinta y seis años, la vida le mostró a Alekos, un congresista y poeta griego, el mundo de las persecuciones políticas, el arresto bajo prisión, y las torturas físicas y psicológicas para doblegar su conciencia. Su vida fue como el agua que hierve a borbotones: un caldero de ideas democráticas contra los principios dictatoriales, contra las injusticias, contra la falta de libertad ciudadana en la época de los “Coroneles”.
Alekos vivió feliz pocos años, quizá halló tranquilidad en su infancia, cuando la normalidad era una regla divina, profundamente sagrada. Después, comenzó su lenta crucifixión al infierno: el sufrimiento de su padre Basilio, y su repentina muerte; la prisión de Efstáthios, el tercero de sus hermanos; la huida de Jorge a Grecia para llegar a Turquía, su hermano querido; el presidio de su madre, Atena, obligada a confesar difíciles secretos. Los tres hijos varones y sus padres se vieron, vertiginosamente, sumergidos en el infierno.
Cuando era un muchacho de 28 años, Alekos enmudecía de rabia contra la dictadura de los “Coroneles”, la junta militar que, bajo represión, ya dirigía su país. Los odiados “Coroneles” constituían un núcleo de retrógrados que, a falta de ideas modernas y sólidas, declararon su batalla contra los opositores de toda índole. Panagulis era entonces un joven singular y demócrata, que no imitaba modas, eslóganes, pensamientos ajenos. Pronto se convirtió en una figura pública, sobresaliente, opuesta al excesivo comportamiento de los “Coroneles” con sus propios compatriotas.
Antes del año 1968, Alekos fundó La Resistencia Nacional, una organización griega que hacía contrapeso al grupo de los “Coroneles”. Abandonó su país y se refugió en la isla de Chipre, al oriente del Mediterráneo, para planear un atentado: quería ponerle fin a Georgios Papadópoulos, líder de los “Coroneles” y presidente de Grecia, que gobernaba a los ciudadanos como si todos: niños, mujeres y hombres, fueran unos bandidos insensatos.
Su plan de asesinato, organizado con detalle, terminó en el fracaso: Papadópoulos siguió vivo, férreo al mando, mientras Alekos terminó en la cárcel militar de Bogiati, con todos sus huesos juntos. En 1968 lo sentenciaron a pena de muerte, pero ya era un político de renombre en su país, un innato rebelde, inteligente y elocuente. La presión nacional e internacional, hizo que se aboliera su muerte a cambio de permanecer en prisión.
Un año después de estar entre barrotes, Panagulis escapó de la cárcel, con tan mala suerte, que lo cogieron, lo metieron en una estancia que medía un metro de ancho por tres de largo, una clase de ataúd, donde permaneció vivo, desafiante, irónico, durante cinco años, tiempo en que no vio chorros de luz, no sintió gotas de viento, no supo si era de día o de noche. Solo entendió que debía sobrevivir y que su cerebro tenía que seguir en constante ebullición.
Una guapa italiana, joven y aguerrida, conoció a Panagulis el mismo día que salió de prisión. Se reunieron en 1973. Era la periodista Oriana Fallaci, diez años mayor que Alekos, quien escribía con éxito en la revista semanal L’Europeo. Oriana tenía una hora para entrevistarlo porque luego saldría para Alemania rumbo a la ciudad de Bonn. Pero los ojos de Alekos con su mirada profunda, su extrema delgadez, la forma como fumaba, la firmeza de sus palabras, la melancolía interna que percibía en este guerrero griego, hizo que olvidara, por horas, la ciudad alemana donde debía presentarse.
Alekos encontró en Oriana Fallaci a una mujer con carácter, luchadora y decidida; una figura con los cojones suficientes para entender todos los torbellinos que corrían bajo su piel. Se prendió entre los dos una chispa ardorosa, –el mismo día que se conocieron–de la que resultó difícil escapar, mentir, correr hacia las esquinas, disfrazarse, cambiar de ideas preconcebidas. La vida los juntó para absorber las penas, los conflictos, los pensamientos, los oficios profesionales, la manera como los dos sentían la independencia y la libertad.
Tres años después de mantener un romance de altibajos –en mayo de 1976–, la lucha política de Alekos acabó: encontró la muerte en un trágico accidente, ocurrido en una calle de Atenas, capital de Grecia. Ese día, se apagó el cansancio, el malestar, las cicatrices físicas de este parlamentario griego, que nunca se rindió. Oriana lo lloró en su tumba, en la tristeza, en los momentos de posterior soledad. Después lo inmortalizó en un grueso y detallado libro –“Un Hombre”, publicado en 1979– en el cual plasmó razones, sucesos, actitudes, circunstancias, y su despedida definitiva al héroe que, con lealtad, supo accionar sus sentimientos más íntimos.
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