Por Guillermo Romero Salamanca
Bogotá recibe cada año a miles de personas de distintas partes del país y gracias a ello, la carta gastronómica se amplía de manera considerable.
Acostumbrados a las sopitas de verduras, de pasta o de cuchuchos. De pronto a los caldos de costilla y de criadillas, la variedad se ha vuelto un placer.
Por donde vaya hay infinidad de platos con diversidad de carnes hasta sabores y coloridos. Desde el infaltable ajiaco hasta platos internacionales, pero es bueno hacer un recorrido por otros sabores.
Auténticos sancochos de gallina vallecaucana –con cimarrón incluido—se pueden solicitar, incluso a domicilio. Por los lados de las universidades, cerca de la calle 19, numerosos restaurantes ofrecen toda la comida del pacífico. Un parroquiano pasa por allí y un “pana” le recita el listado de platos: “Oiga, mira, vea, le dice. Hoy hay: “arroz atollado, arroz atollado con piangua, arroz clavado, bocachico en zumo de coco, bocachico con escamas, sopa de bagre, chautiza, crema de cabeza de langostinos, cuy asado en brasas, encocado de jaiba, encocada de muchillá, encocao de pescado, huevas de pescado rebozado, pescado con lulo chocoano, pusandao de bagre, pusandao de carne serrana y cazuela de mariscos con cangrejo”.
En Teusaquillo está Las Murallas de Cartagena, un restaurante que surte de manjares a los oriundos de esa ciudad. A unas cuadras de la calle 57 hay varios refectorios que ofrecen comida vallenata, con hicoteas y huevos de iguana, incluso. Bandejas paisas hay por doquier, desde las tableadas hasta las sencillas. Mondongos y fríjoles completan el listado antioqueño.
Revoltillos y calentillos pereiranos; pepitoria, arepas grandes de maíz y sopas de mute santandereano; indios, cuchucos, mazamorras chiquitas y jugos de chamba boyacense se consiguen con gran facilidad también.
Carne de mamona, chigüiro y cerdo llanero están a la mesa en infinidad de lugares. Longaniza, morcilla, jeta, bofe, riñones, ubre, papa criolla y chorizos cundinamarqueses están a la orden del día.
Ahora, con la llegada de los venezolanos en las calles y pequeños locales venden arepas de harina de trigo rellenas con carne, pollo o mixtas que incluyen hasta huevos de codorniz.
Lo más común que se puede encontrar es el tamal, pero los hay santandereanos, tolimenses, vallunos y boyacenses, cada uno con una preparación y rellenos diferentes. Sin son del Santander del Norte se les llama hallacas y si son de Cartagena, pasteles.
No se puede dejar a un lado el mote, carimañolas, bocachicos, suero y queso costeño que conforman otra exquisitez para el paladar cachaco. Las arepas de huevo se venden por doquier, pero si usted está antojado no compre las que venden en los Supermercados Olímpica. Por lo general están quemadas, trasnochadas, duras, con pésima presentación y magro sabor.
En muchas partes aún se venden el chocolate santafereño o aguapanela con queso y almojábana y el caldo de costilla para desayunar.
En medio de ese maremágnum culinario, la changua ha resistido lo embates. Quizá porque ya no las preparan como antes o no tienen el sabor tradicional.
Aunque muchos la consideran ancestral, es decir que los aborígenes la consumían, se les aclara que nuestros muiscas tomaban unas sopas y unos caldos de cebolla, sal y papas que luego se denominó como “caballuno”. Es más bien de origen español porque los conquistadores trajeron la leche y el cilantro, claves para hacer esta sopita.
De todas formas, dentro de las múltiples palabras que se quedaron con el uso de la “che” como Chicharrón, chaguala (herida), “chicho” (golpe), “chicho” (bravo), “Chocho” (viejo), cucho (mayor de edad), “chambón” (ordinario), “chepas” (casualidad), “chimbo” (falso), “Chusma” (persona inculta), “Chocha” (vagina), “Charro” (curioso), “Chiche” (pipí), “chichí (orinar), aparece también “changüita”, que quiere decir que es un ser marrullero, tramposo, mentiroso, odioso y mala gente.
Hoy, desde luego, hay infinidad de changüitas por ahí.
Una buena changua tiene agua, leche, queso, dos huevos semiduros y almojábanas.
La preparación aparentemente es sencilla. Hay quienes pican la cebolla y la sofríen. No. Por ahí no es. Hay otros que le ponen mantequilla, cortan un gran gajo de cebolla y lo ponen a cocinar con media taza de agua, sal y cuando esté hirviendo le mezclan con media taza de leche. Por ahí va bien el asunto. Luego le introducen los huevos con cuidado para que no se esparzan en el caldo. Después, lo sirven con queso y cada quien le pone el calado o mejor, las almojábanas al gusto. Le dan un toque de gourmet con un cilandro finamente picado.
Pero en gustos, no hay disgustos. Buen provecho.
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