Por María Angélica Aparicio P.
Fue la hija “más política” del Presidente de Pakistán. Creció dentro de un hogar donde las cartas a jugar eran el respeto y la equidad de género. Benazir y sus tres hermanos –dos varones y una mujer–entendieron desde pequeños que cualquier responsabilidad, como las labores de casa, se asumían conjuntamente: limpiar, preparar las cenas, leer juntos el Corán, educarse en una escuela, eran oportunidades de hombres y mujeres por igual.
Benazir Bhutto era la chica alta de cabellos largos, cejas delineadas y ojos grandes de su padre Zulfikar Ali Bhutto. Había nacido en Karachi, al sur de Pakistán, en 1953. Era su primera hija, la muchacha inteligente de carácter decidido que viviría con entusiasmo, pero que también experimentaría con rabia los escenarios políticos, económicos y sociales de su país. Pasó por las universidades de Oxford y de Harvard para graduarse en filosofía, economía y ciencias políticas. Con el tiempo, terminaría un curso de derecho internacional y diplomacia. Era una mujer fuerte, de letras y debates serios.
Se casó a los 34 años –edad no adecuada para el mundo musulmán–, más por conveniencia que por amor. Contrajo matrimonio con un apuesto pakistaní conocido como Asif Ali Zardari. De esa unión nacieron dos mujeres y un varón, que serían el centro de interés de la pareja. Con los años, su hijo Bilawal se convertiría en el luchador de uno de los partidos políticos más influyentes de la historia de su país: el Partido Popular Pakistaní. Fue integrante como su padre Asif, de este gran partido que aglutinó a cientos de seguidores.
Como mujer musulmana que era, nunca fue sumisa, extraño proceder para su cultura. En casa le enseñaron a ser libre, a trabajar por sus metas, a defenderse. Benazir dedicó sus esfuerzos a madurar su pensamiento, a escribir, a manejar el lenguaje para expresar sus ideas. Se volvió una demócrata convencida y, como tal, defendió los derechos, la posición de la mujer, las oportunidades, la igualdad entre los hombres y las mujeres. No se arrinconó ante nadie, ni siquiera cuando le propusieron liberar a su marido Asif Ali, preso entonces.
La fuerza intelectual de Benazir la llevaría a un mundo de admiradores. Se ganaría también a un puñado de enemigos, políticos y militares, que no deseaban sus triunfos en las plazas, en las calles, o donde estuviera de pie, gritando ideas de libertad. Finalmente, logró ser elegida como primera ministra de Pakistán. ¡Era la primera mujer que asumía semejante cargo en el mundo musulmán! Toda una victoria para una sociedad que se ha distinguido en nuestro planeta, por ser obstinadamente machista. Y subió al poder como la mujer férrea que era desde niña.
Antes de dirigir por primera vez a su país, Pinki –como la llamaban cariñosamente– vivió difíciles situaciones: la exiliaron de su país –Pakistán– donde solía vivir como una dama luchadora. Ocupó una celda infectada de insectos que no la dejaba conciliar el sueño. Su madre Nusrat –quien había sido Capitana de la Guardia Nacional– contrajo cáncer de pulmón y tuvo que salir del país –bajo estrictas medidas– para operarse. Su padre, el eminente abogado Zultikar Ali Bhutto que llegó a ser presidente y primer ministro de Pakistán, fue capturado, encarcelado, víctima después de la pena de muerte. Murió a los 51 años como un hombre: ahorcado por la oposición (1979).
Un año antes de su muerte –en 1978– había subido al poder el coronel Muhammad Zia Ul Hag mediante un golpe de estado. La represión nacional fue brutal: latigazos, cárcel de 25 años a todo opositor, apresamiento de Zulfikar. El Estado volvió a islamizarse. Zia Ul Hag se mantuvo como líder, aferrado a su trono, gracias al Servicio Interno de Inteligencia Estatal, hasta aquél accidente aéreo –planeado o no– que le costó su vida, su violencia, sus odiosas ambiciones de no progreso para la población pakistaní.
Dieciocho años después, Benazir volvió a vivir otra dolorosa escena: su hermano Murtaza fue asesinado a tiros frente a las puertas de la residencia familiar. Hacía algunas semanas se habían reconciliado tras un largo periodo de no hablarse, de no verse. Fue el golpe de la agonía. No había seguridad para su familia ni para ella como mujer política, en ninguna parte del territorio nacional.
En el mismo Pakistán se planeó el asesinato de Benazir. Se contrató a Ramsi Yusef –el mismo que atacó el World Trade Center de Nueva York– para acabar de una vez con su vida. La querían fuera del radar nacional. El bandido Ramsi falló dos veces. Benazir siguió respirando, hablando para su pueblo, defendiendo la democracia en un país donde ya se había experimentado –bajo su primer gobierno– este tipo de propuesta. Cuando capturaron a su esposo Asif Ali, la chantajearon para que dejara la política a cambio de liberarlo, pero Benazir, fiera y comprometida, se negó. Volvería al ruedo político por encima de sus enemigos.
A los tres años de la liberación de Asif, Benazir regresó a la política para volver a gobernar Pakistán. Rodeada de miles de seguidores que apenas la dejaban moverse en el parque Liaquat National Bagh, –en Rawalpindi– habló de sus nuevas intenciones de gobierno. De pronto se escucharon gritos, disparos terribles, la explosión de una bomba horrible. Surgió el caos. Ya nada pudo salvarla.
La mujer que creía en la exaltación de las mujeres como mujeres musulmanas, falleció en diciembre de 2007. Murió con su gente, entre su gente. Tenía tan solo 54 años, y una infinita trayectoria para seguir con sus asuntos políticos –como otra Golda Meir, como otra Indira Ghandi–. Fue enterrada junto a su padre, el hombre de tendencia sunita que vio en su hija, desde la niñez, a una líder natural de primer orden.
La multitud pakistaní, dolida y perpleja, acompañó por las calles su ataúd en la hora de su entierro, durante interminables horas de ese crudo día.
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