Por Guillermo Romero Salamanca

La verdad, aún no tiene la fecha para la boda, pero lo único que sabe es que habrá marrano y mute, sus dos platos preferidos. La música para la ocasión tendrá un amplio repertorio de sus rancheras y corridos preferidos de Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís, Vicente Fernández y Antonio Aguilar. 

Habrá flores y serenata para la prometida. Es posible que cante también “La Araña”, tema que entona con pasión en sus ratos de nostalgia mientras hace guardia, cuidando bienes ajenos y protegiendo a los habitantes de las residencias donde su empresa lo ha ubicado.

Hace poco más de cuarenta años don Juan Ángel Pérez le propuso a doña Rosa María Cante Espitia, una trigueña umbitana, compartir la vida, formar un hogar, tener hijos, pero le aseguró que por cuestiones laborales, no podría acompañarla en  fechas especiales como el 24 o el 31 de diciembre y muchos de sus cumpleaños. 

Eso sí, antes de salir para esos turnos siempre ha existido un abrazo y los mejores deseos para la Navidad o para el Nuevo Año. Lejos, desde su puesto de guardia, en su soledad, ha dejado caer una lágrima por no poder compartir con sus seres queridos, pero como dice, “siempre habrá una recompensa”.

Al igual que doña Rosa, sus dos hijos, un profesor y un ingeniero de sistemas, saben que para don Juan Ángel primero está el trabajo, cumplir con el deber y ser muy responsable.

Le encanta hablar de su Chipatá del alma, donde nació hace un poco más de setenta años. Cuenta que fue el primer municipio fundado en Santander y que en octubre se celebran las Fiestas del Maíz, donde los concurrentes consumen chicha, molidos, mazamorra, arepas, masato y se deleitan con un piquete chipateño.

En Chipatá hizo la primaria y no estudió más porque no había dónde. Después hizo cursos en el Sena, no prestó el servicio militar, pero sí adelantó estudios con las Escuelas de la Acción Popular de Sutatenza donde le enseñaron liderazgo y el amor por el campo.

Como buen santandereano se arriesgó a conocer el mundo y vivió en Boyacá y en Antioquia para terminar en Bogotá. 

En 1988 un cuñado lo presentó con un amigo, quien a su vez lo recomendó con otro, para un nuevo trabajo para él un tanto novedoso: guardia, celador y vigilante. Le hicieron la entrevista, las pruebas en Andiseg y desde ese momento su vida se transformó en un vigía con el oído atento, los ojos abiertos, el olfato de sabueso investigador, pero sobre todo, de ángel protector.

Sus jornadas laborales son de 12 horas, en las cuales permanece de pie, prepara su infaltable café, con un secreto especial: panela. “Es un requisito indispensable porque da energía, lo mantiene a uno despierto y le da la dulzura deseada por las calorías que proporciona para permanecer en el puesto de guardia”, explica calmadamente.

Le gusta leer. Libro, revista, periódico, boletín, hoja parroquial que le llegan a sus manos son leídas porque “de todo hay que aprender en esta vida”.

Una de las condiciones para ser buen guardia está en la responsabilidad y en la manera de llevar un diálogo con las personas. “Una vez llegó un borrachito al conjunto residencial donde yo trabajaba y no le llevé la contraria y le supe manejar su estado. Después fuimos amigos”, dice.

Le gustaría tener un descanso para practicar tejo o rana porque ahora, ha sido una sequía de años por la falta de tiempo. Cuando tiene su día de reposo lo dedica a caminar por el barrio, hablar con los amigos y charlar un rato con su esposa.

“Aún no le he dicho que me quiero casar, pero si le propongo matrimonio, estoy seguro que ella acepta”, cuenta. 

Don Juan Ángel lleva más de 30 años de vigilante y aunque ya goza de su pensión, Andiseg le permitió seguir trabajando porque se destaca como un vigilante de excelencia que nunca ha tenido una mala calificación, que siempre en los lugares en los que está se ha distinguido por tener una perfecta relación con la gente, por esas atribuciones, Andiseg lo condecoró con una medalla de bronce.

Don Juan Ángel con sus condecoraciones.

Doña Gina Borda, directora de Gestión Humana de Andiseg comentó en el día del reconocimiento que don Juan Ángel se destacó por la prestación de su servicio en 30 años de labores, “manteniendo unas excelentes relaciones personales con sus compañeros y clientes, por su esfuerzo y lealtad con la empresa y por llevar con orgullo el uniforme azul claro y blanco marfil”.

–Don Juan, ¿debe haber algún requisito para ser guarda?

–Tener amor por el trabajo. A veces los entrevistadores de las empresas se equivocan, sobre todo cuando charlan con los psicólogos, porque ellos deben conocer bien a las personas. Muchas veces se equivocan porque contratan a muchachos que aún viven con sus padres, no son responsables, no tienen afán por trabajar ni por cumplir y entonces saben que si los despiden de un puesto, pueden conseguir empleo en otro y eso no debe ser así. Para ser vigilante, guarda o celador, se requiere de un compromiso de lealtad, responsabilidad y obediencia a las normas de la empresa, de los jefes y de las empresas a donde lo envían a prestar el servicio.

–¿Algo le molesta de ser guardián?

–Pues comer frío el almuerzo o la comida. A veces sólo se dispone de 35 minutos para la merienda, pero no alcanza el tiempo para ir a conseguir los alimentos o prepararlos, entonces, se debe consumir fría la lonchera, pero uno con el tiempo se acostumbra.

–¿Cómo le ha ido con la tecnología?

–En eso sí estoy atrasado, pero si uno se propone, lo puede sacar adelante. Ahora escuché que Andiseg montará una universidad para los guardias y eso me parece muy importante, poder estudiar mientras se va laborando. Es algo indispensable y el cambio se debe dar porque ya la vigilancia no debe ser de una persona, sino con un equipo técnico y alta tecnología. Excelente.

Con doña Rosa y su hijo ingeniero.

–¿Qué lo ha hecho feliz?

–Ver crecer a mis hijos. El mayor adelantó estudios para enseñar. Se graduó y como caso curioso, volvió al colegio donde hizo su primaria y bachillerato y lo contrataron. Ahora es colega de sus maestros. El otro se graduará de Ingeniería de Sistemas en noviembre. Es algo muy bueno y que me enorgullece. De pronto, sean los padrinos de mi matrimonio. 

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