Por Mauricio G. Salgado–Castilla
@salgadomg
Desde niño, Tomás pintaba todo. Pintaba piedras, cuadernos, mesas viejas, incluso las servilletas del comedor. No lo hacía por disciplina ni por juego: lo hacía porque su alma le hablaba en colores. Para él, el mundo tenía más sentido cuando podía mezclarlo, sombrearlo o expandirlo sobre un papel. Nada lo hacía sentir tan vivo como ver cómo una mancha azul encontraba su lugar junto a un amarillo tímido, o cómo un trazo rojo encendía una tarde entera.
Pero Tomás nació en una familia de abogados. Abuelos, tíos y padres compartían la convicción de que el prestigio venía con códigos, demandas y bufetes respetables. En esa casa, pintar era apenas un pasatiempo. El Derecho, en cambio, era un destino.
—En esta familia todos sabemos argumentar —decía su padre.
—El arte es bonito, pero no da de comer —añadía su madre mientras limpiaba restos de pintura del mantel.
Así, casi sin notarlo, Tomás guardó sus lápices en una caja y aprendió a sostener un libro de derecho. La vida tenía que ir por ahí. Era lo lógico, lo correcto, lo esperado. Estudió con disciplina, memorizó conceptos, obtuvo notas impecables. Se convirtió en un “buen abogado”: responsable, meticuloso, confiable. Los clientes lo buscaban. Los colegas respetaban su ética y su claridad mental. El bufete celebraba su creatividad jurídica, sin sospechar que esa creatividad nacía de un artista dormido.
Pero en sus ojos ya no brillaba el fuego de la infancia. Eran ojos que cumplían, no ojos que soñaban.
Los años pasaron entre expedientes, reuniones y sentencias. A veces, al final del día, Tomás se detenía frente a una papelería y observaba los estantes de acuarelas. Casi siempre seguía de largo. Había aprendido a convivir con ese vacío discreto, ese silencio profundo que conocen quienes se han alejado de su esencia.
Un día, un dolor en el pecho lo llevó a la clínica. Preinfarto, dijeron los médicos. Tensión alta, estrés acumulado, señales claras de una vida sostenida solo por la obligación. La situación lo obligó a jubilarse antes de lo previsto. El día de su retiro fue emotivo. Clientes y colegas le pedían que siguiera asesorándolos “aunque fuera unas horas a la semana”. Lo decían con cariño, convencidos de que su identidad estaba ligada al derecho.

Pero Tomás hizo algo inesperado. Donó todos sus libros de leyes. No los guardó ni los archivó. Los regaló con urgencia, como quien se quita un peso del pecho para volver a respirar.
Las semanas siguientes empezó a caminar sin rumbo. Las mañanas, antes llenas de prisa, se transformaron en espacios de aire. En uno de esos paseos se encontró con un antiguo compañero del colegio. Se sentaron a tomar café y, con naturalidad, el amigo le preguntó:
—¿Y sigues pintando?
Tomás sonrió incómodo.
—No… eso lo dejé hace muchos años.
El amigo lo miró sorprendido.
—¿Cómo que lo dejaste? Si alguien tenía talento natural eras tú. Pintabas lo que ninguno de nosotros podía imaginar.
La frase no dolió. Iluminó.
Ese mismo día compró un caballete viejo. En su estudio, los códigos desaparecieron. En su lugar aparecieron pinceles, colores y luz. Las pesadas cortinas fueron reemplazadas por telas claras. La habitación también parecía haberse jubilado del Derecho para, por fin, existir con verdad.
Con mezcla de vergüenza e ilusión, Tomás se inscribió en un curso de pintura. El maestro lo observó en silencio mientras trabajaba.
—¿Cuánto tiempo lleva pintando así?
—Toda la vida… pero sin saberlo.
Con guía y práctica, su afinidad natural se transformó en competencia. Los trazos se volvieron firmes, el color preciso, la sensibilidad evidente. Aceptó exponer algunas obras. La galería se llenó. Antiguos colegas le decían:
—Estabas guardando lo mejor de ti para ahora.
Los cuadros se vendieron. Personas desconocidas se emocionaron con sus colores, con la historia silenciosa de cada pincelada. Porque algunos talentos no mueren. Solo esperan. Esperan a que el ruido se apague y el alma diga, finalmente: “Ahora sí.”
Tomás no se convirtió en pintor a los setenta.
Tomás volvió a ser quien siempre fue.
Y solo entonces —por primera vez en su vida— sus ojos brillaron de verdad.
Antes de entrar a la gran pregunta de este capítulo —¿En qué soy realmente bueno? — vale la pena comprender algo fundamental:
Cuando una persona sabe quién es, su mundo interior cambia… y el mundo exterior también.
Conocerse no es un acto filosófico; es un acto de libertad.
Esto es parte del tercer capítulo del libro “Conocerme a los 50”
Agradezco aportes y sugerencias en conocermealos50@gmail.com
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