Por María Angélica Aparicio P.
Me bajé en la calle de Alcalá para caminar por el sector de las Ventas. A la altura del número 237 vi una construcción circular, de ladrillo, con bonitas cerámicas de color azul. Entre mis andanzas, aquella mole era nueva. Sentía los ojos desorbitados por su tamaño. Me paré frente a la puerta principal, llamada la Puerta Grande, y al detallar el curioso manejo del ladrillo, vi los avisos de la fachada. Así supe que era la plaza de toros de Madrid, España, la tercera más grande del mundo.
La suerte me sostuvo esa tarde. La Puerta Grande estaba abierta de par en par. Ingresé para ver el magnífico ruedo de 61 metros encima del cual se jugaban la vida, los toros y los toreros. Parada en la inmensidad, me sentía del tamaño de un ratón. Estaba vacía y silenciosa, sin espectadores, pero viva, con la capacidad propia de transmitir el símbolo que representaba. Di mis aplausos a José Espelius, su creador.
La plaza había sido inaugurada en 1931 con la presentación de ocho toreros y muchos espectadores, ruido y emoción. En su época tuvo un costo de 12 millones de pesetas, dinero invertido en cuatro pisos, cuatro torres, pasillos subterráneos, palco, corrales, tendido, andanada y gradas. Su magnificencia parecía asunto del imperio romano en época de Julio César. ¡Grandiosa!
De pie en su interior, imaginé las faenas de aquellos bravos toreros que han desfilado, con su arte particular, bajo el aplauso y las vivas de la multitud. Me acordé de Joselito y del valiente Manuel Benitez, apodado “el Cordobés», ese chico humilde que toreaba el ganado vacuno en una hacienda que se hallaba cerca a su casa. Lidiaba de madrugada, con la luna más despierta que nunca, guiándose con su luz desde las alturas.
En los corrales de la plaza, percibí al animal: un toro zaino con buenas astas, nervioso, muy inquieto, con óptimas condiciones físicas, que haría una faena estupenda. Traje a colación las ganaderías de Pedro Domecg, de Jandilla, de Victorino Martín, que han criado toros con estilo y buena presencia, exigentes, dando su batalla de sobrevivencia ante a los expertos toreros españoles.
Antes de iniciarse la corrida, recordé que comenzaba el paseíllo: el desfile de los toreros. El turno individual, de este grupo, le tocaba entonces al rejoneador, que salía al ruedo con su larga lanza; luego se asomaba el banderillero, quien se desplazaba a pie, con una propiedad inmaculada. Después se presentaba el picador, encaramado en un apuesto caballo. Con su vara, buscaba un cambio en la conducta del toro. El último de la jornada era el torero, el hombre fuerte del trajín.
Una escena tras otra se desenvolvía entre el toro y el torero profesional. Un Sebastián Palomo Linares, un Luis Miguel Dominguín, o César Rincón –torero colombiano–, o Manuel Laureano Rodríguez, desafiando a ese toro de la mejor casta, un animal bravío por su peso, estatura, coraje, cuernos y tronco adecuado.
En esta fiesta cultural, de orígenes remotos, sabía que el traje de luces que llevaban puesto los toreros –fueran españoles o portugueses– hacía parte del zarandeo de la tauromaquia. Las prendas iban en color morado, verde, azul y amarillo. Nunca se ponían en venta: terminaban en los armarios, como piezas sagradas, o en los museos, como piezas intocables. Era un rito ajustar cada muda a su cuerpo, desde la montera –un gorro negro– hasta los zapatos planos, también negros, adornados con un sencillo lazo negro.
La vestimenta española, lujosa, rica por su fina costura y bordado, también contemplaba una chaquetilla elaborada con hilos de oro o plata. Encima se colocaba el chaleco, uno corto, pegado a la piel, que llevaba hombrera, con bordados hechos a mano. Necesitaban ayuda para vestirse, y generalmente, era alguien que actuaba como su mano derecha en estas mieles de la moda.
El torero usaba camisa blanca de manga larga, que se ajustaba con una corbata. Enseguida se ponía la taleguilla –unos calzones ajustados– que cubría desde la cintura hasta la rodilla. Aunque quisiera, no podían faltar los dos pares de medias, esas que remataban la elegancia de este original atuendo: medias blancas de algodón y medias rosadas de seda.
Algunos trajes históricos de la tauromaquia pueden apreciarse de cerca, y mirar durante horas, con o sin lupa, en la casa donde nació Manuel Benítez, proclamado en su época como “el califa del toreo”, el muchacho que haría leyenda en este valiente arte cultural. Su vivienda de Córdoba –en Palma del Río– restaurada, con la portada pintada entre blancos y rosados igual que el interior, abrió sus puertas hace nueve años para nacionales y turistas de distinto tipo. Aquí se exhiben sus vestidos, sus fotografías, se ofrece una sala de tertulias para el público y una biblioteca relacionada con el arte de la tauromaquia.
Al salir de la plaza de las Ventas, tuve presente a España, país que había iniciado, siglos atrás, el evento de los toros. El emperador Julio César –líder de Hispania como parte del imperio romano– permitió que los toros, como nuevos animales, lucharan contra los gladiadores y con otros animales de gran fiereza. De aquí en adelante, se fue posesionando la idea de traer toros al ruedo. Una vez configurado el territorio de España, los toros combatieron contra los nobles, considerada la clase social más apta, en esos momentos, para lidiar con estas bestias antiguas. Los nobles se desplazaban a caballo y atacaban a los animales con una larga lanza.
Los reyes borbones –Felipe IV y Carlos II– fueron fieles seguidores de las corridas de toros. Permitieron organizarlas y desarrollarlas como si se tratara del más vibrante de los eventos. Hoy, en la plaza de las Ventas, –monumento de asombrosa arquitectura– se ha dado paso a la realización de otras festividades que en nada se relacionan con los toros de lidia. Pero la esencia de la tauromaquia continúa vigente, de pie, ganando los vítores entusiastas de los aficionados.
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