Por María Angélica Aparicio P.
Creyó que acabaría con la guerra cuando sintiera, él mismo, que Japón no aguantaría un minuto más. Por medio de un comunicado radial, y ya convencido, el emperador Hirohito ordenó que los japoneses detuvieran el conflicto mundial que había iniciado Alemania seis años atrás. Muertes y destrucción eran las fichas que se manejaban en el ajedrez del momento, las únicas que habían quedado tras la alianza integrada por Italia, Alemania y Japón, para hacerle frente a Estados Unidos y a sus fieles aliados.
Hirohito representaba un símbolo divino cuando Alemania decidió ocupar Polonia e invadir, en operaciones militares relámpago, el resto de Europa. Era entonces el emperador número ciento veinticuatro, el hombre de bigote escaso y cuerpo enjuto, que descendía de una antigua dinastía japonesa. Aceptó la rendición definitiva, acatando el cierre de la guerra. En el acorazado, el Missouri, un navío que podía moverse a 33 nudos de velocidad, su ministro de Relaciones Exteriores estampó la firma del fin de las hostilidades. Transcurría el esperanzador año de 1945.
El emperador había ascendido al trono desde 1926, cuando su padre, Yoshihito, enfermó. Asumió el poder como un Dios al que no se podía ver a los ojos, ni tocar corporalmente. Era el ser más intocable de la historia del Japón, igual que su padre. De joven, ingresó a la Academia Militar para educarse. Independiente de los vericuetos de la milicia, contrajo inclinación por la biología marina, una ciencia que lo acompañó minuto a minuto, hasta su muerte, ocurrida en la rica ciudad de Tokio.
Hirohito no daba órdenes, mantenía su intromisión en la política al nivel más bajo. Sabía muchas cosas del entorno, escuchaba y callaba, pero no gobernaba con el poder y el mando de un primer ministro. Tomó la batuta cuando los gringos, tras lanzar las bombas en Nagasaki e Hiroshima, asfixiaron el ambiente para no proseguir más la guerra. Ahí comenzó su entrada, más comprometida, en la política nacional e internacional.
Derrotado Japón, Hirohito tuvo que dejar su sagrada divinidad y convertirse en un ciudadano corriente. Entonces salió a la calle, se dejó ver por sus súbditos, por los japoneses comunes, –¡qué tardanza! –; habló, intercambió ideas, observó los alrededores. Toda su riqueza personal, su patrimonio entero, pasó a manos del Estado. Dejó de gobernar como Showa (paz radiante) y quebró su intocabilidad. Admitió la intervención de los gringos para iniciar un proceso de cambios a nivel de país, entre los cuales sería: construir democracia y fortalecer la economía, ya resquebrajada por el costo de la guerra.
Se evitó que Hirohito fuera juzgado por crímenes de guerra. Se vino para Japón una nueva Constitución, más liberal, más de derechos humanos, menos militarista, más de fábricas y de fortalecer el tejido social. El país ya estaba encogido por las consecuencias sufridas con los muertos de la guerra, los daños a la infraestructura, las bombas nucleares. Dejó que la sociedad ingresara al sendero que proponían los norteamericanos: derechos humanos, producción empresarial y comercio internacional. Ahora se marchaba al son de una monarquía constitucional, que daría un giro completo al país.
Sujeto sin embargo al ruedo político, el Emperador no dejó de lado su mayor pasión personal: la biología. En el palacio de Akasaka donde vivía, cerca de Tokio y rodeado de naturaleza, montó un laboratorio para sus investigaciones marinas. Observó la vida de los peces y de otros organismos vivos; investigó con cautela, sacó conclusiones, redactó documentos. Llegó a ser un especialista serio, profesional, de esta rama científica. Su constancia lo llevó a descubrir varias especies de hidrozoos (tipos de medusas), que los científicos le atribuyen con especial mérito.
Hirohito continuó siendo el Emperador –sin divinidad– después de instaurar la Monarquía Constitucional. En esta etapa de transición, encontró tiempo para recordar a su madre Sadako de quien lo separaron cuando era un niño, un infante prematuro. Pudo apreciar, al fin, el espíritu colaborador de su madre como miembro de la Cruz Roja Nacional. Sadako, además, supo jugar un papel significativo en la vida imperial mientras su marido, Yoshihito, asumió el trono. Y la recordaría durante y después de la segunda guerra, porque, con energía, se opuso al ingreso de Japón a este devastador conflicto mundial tras el ataque que hicieron los japoneses a la base naval de Pearl Harbor, con justa o injusta razón.
Hirohito fue el primer hijo de su madre Sadako y su padre Yoshihito. Fue el primer príncipe heredero que viajó más allá de Japón para entrar en Europa occidental, zona de naciones independientes, lo que lo cautivó. Conoció Reino Unido, Holanda, Italia, Francia, Bélgica. El viaje lo llevó hasta el estrecho de Gibraltar, ubicado en el sur de España, –copropiedad de dos países-. En esta oportunidad pisó el famoso campo de Verdún, en Francia, el terreno donde se había librado la desesperada batalla de Verdún que hizo parte de la primera guerra mundial. Como príncipe también, sufrió el atentado que le hicieron en Tokio cuando corría 1923. En aquél caótico momento, tan solo tenía 22 años.
Su vida como emperador estuvo rodeada de tensiones militares, guerras frecuentes con China, expansionismo territorial, y la vieja e importante alianza con Italia y Alemania, tratado firmado en 1940, para destruir la influencia de Estados Unidos, que asomó sus narices en el Pacífico como una potencia militar. Dejó su liderazgo en manos de su hijo Akihito, quien, casado y entusiasmado, ocupó el puesto ciento veinticinco como único emperador –sin pretensiones divinas– del Japón constitucional.
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