Recuerdo que esa noche del 29 de abril hizo bastante frío. Además, llovió. Todo estaba oscuro cuando llegué a este mundo. Duré un buen rato tirada en el suelo, sin reaccionar. Me dolían la espalda, los brazos y la cabeza. Mi madre atendió sola mi parto. Ella cuando pudo vino y me acarició y me dio su aliento.
Un rato después ella me incitó a que me levantara. Me temblaban las piernas, primero porque no sabía cómo sostenerme y segundo por la escarcha que caía a esas horas.
Qué lindo fue el despertar. Unos pitos sonaron más arriba. Traté de ubicarlos, pero eran muchos. Tenía hambre y mi madre me indicó cómo tomar mis primeros alimentos. Me gustó. Era una cremosa leche que deslicé por mi garganta.
De pronto cuando caminé un poco más aparecieron unos hombres. Me miraron una y otra vez, me levantaron las patas y me jalaron las orejas. Decían que todo era un milagro de la vida y que yo era un fenómeno, pero a la vez algo de admirar.
Entonces dijeron que mi madre tenía ya 25 años y era demasiado vieja para tener crías, pero que la vida siempre daría una nueva oportunidad y una descendencia.
Ese primer día comí bastante bien. Descubrí también el sabor del pasto y de algunas hojas de colores, pero me gustaba más el sabor del líquido que proporcionaba mi madre.
Llegaron los veterinarios que me vacunaron, me pesaron, me volvieron a tirar las patas y me hicieron abrir la boca para revisar mi estado.
Bueno, yo era un milagro de la vida, según decían y me pareció emocionante que sintieran ese cariño conmigo.
De pronto, en la noche, mi madre comenzó a llorar por los fuertes dolores que tenía. Ya no pudo alimentarme más. Yo no sabía qué era llorar, pero me uní a sus sentimientos y no sabía cómo resolver los problemas de salud que ella tenía.
Un líquido verde comenzó a emanar de su hocico. Era pesado y baboso. Un médico dijo que era moquillo, otro sentenció que era algo peor y que podrían ser cólicos.
No lo sé.
Los animales de mi especie padecemos de esta enfermedad que nos lleva a la tumba. Unos veterinarios hacen remedios paliativos para evitar el dolor, otros, sencillamente, nos pegan un tiro para evitar el sufrimiento.
Eso decían los hombres que nos miraban. Yo no podía hablar, pero si los oía muy bien. De pronto me trajeron una leche que no tenía el mismo sabor que la que me dio mi madre. Unos decían que la mejor era la de cabra, otros que la de una yegua y un abogado comentó que la mejor era la que producía una mujer.

Yo no sé. Sólo tengo tres días de nacida.
Anoche mi madre lloró, se tendió en el suelo y comenzó a dar fuertes golpes al piso y perdía por momentos el aliento. Yo traté de darle un poco de calor y ella comenzó a darme consejos sobre la vida y lo que vendría para mi futuro incierto.
En la mañana del viernes mi madre dio un rodeo por la casa, se acercó a los señores que la había visto los últimos 25 años, besó las manos de los médicos, quiso agradecer a la vida, pero también pedía que me cuidaran. Suspiró profunda y lentamente, me miró con esos ojos grises y tristes, giró su cuerpo y unos metros más adelante, cayó al suelo. Sonó durísimo. Yo me acerqué a olerla y traté de levantarle como ella había hecho mi primera noche, pero ya no se pudo.
Quedé sola.
Unas horas después llegó un camión y la recogió.
Nuestra despedida fue así, de repente, como empezó. Apenas la estaba comenzando a conocer. Me hubiera gustado que me abrazara más, que camináramos más tiempo y fuéramos a deambular por las montañas de Guachetá o a oír esos pitos que después descubrí que eran aves hermosas que podían llevar sus alas hasta el cielo. Es una tierra generosa y noble.
Mi madre ya no la veo. Sólo quedó su última imagen en mi mente. No la podré olvidar jamás. Tengo ganas de llorar, pero no sé con quién.
Una niña me saludó, me puso mi nombre y me enseñó a decir: “Hola, soy Lady y nací en Guachetá”.
Por Guillermo Romero Salamanca
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