María Angélica Aparicio P.
Hay olores que jamás se olvidan. Hay delicadas sábanas que transportan nuestros sueños de aquí hasta el cielo. Hay toallas finamente dobladas que adornan los elegantes baños que no son nuestros. Hay tinas insuperables en los hospedajes modernos. ¡Hoteles! Fantásticos lugares para descansar la cabeza y los pies tras un día de vértigo. Donde quiera que el viento sopla, hay un hotel. Unos son magníficos, otros, de recordar hasta la muerte.
A mediados del siglo XIX, –1940 a 1960– existían pocos centros de veraneo en las afueras de Bogotá. La gente solía tomar el tren para ir a Girardot, o a las fincas de Cundinamarca. Subían por las escalerillas del tren y se perdían entre los vagones. Para desempolvarse del frío, las familias pasaban sus días de descanso en zonas templadas o cálidas, lejos de la ciudad capitalina (Bogotá). Aprovechaban que sus hijos se encontraban de vacaciones, y en maletas grandes, ponían las prendas más livianas. Algunos viajaban en lánguidas flotas que se movían como tortugas. Otros se iban en carros particulares.
El centro de veraneo más cercano a Bogotá era La Esperanza, un pueblo pequeño, beneficiado con una exuberante vegetación natural. Inmensos árboles, arbustos nativos, maleza verde, cafetales, hacían las delicias de todos los ojos que se daban la pompa de mirarlos. Y eran muchos los ojos que tenían la fortuna de apreciar su naturaleza diversa y abundante. Situada a unos 72 kilómetros de la capital bogotana, aquí venían numerosos colombianos a enamorarse de esta región, que hoy, se puede visitar de nuevo para seguir presos de sus grandes privilegios.
El casco urbano del pueblo estaba compuesto por casas bajas, propiedad de campesinos nativos; por calles empinadas, una plaza y una iglesia. En los alrededores se encontraban haciendas privadas, algunas guardaban los rasgos propios de la arquitectura española. La finca de La Esperanza era el ejemplo más destacado de estas casonas coloniales, de dos plantas, rodeadas de varias hectáreas de tierra, donde se cultivaban frutas y plantas de café.
La finca pertenecía a los hermanos Aparicio Jaramillo. Era una construcción soñada, de pisos y corredores de baldosa. Las puertas altas, de madera gruesa y dos hojas, adornaban la casa. Los dormitorios se alojaban en la primera y segunda planta. Algunos se unían entre sí como una red de caminos, que facilitaban el paso entre una estancia y otra. Era un esquema ideal para jugar en la niñez y de mentirijillas, a los ladrones y policías. En la planta baja existía un pequeño oratorio donde se rezaba el rosario a las seis de la tarde. Cerca de este refugio religioso se hacían, con ramas recogidas del suelo y figuras de madera, los pesebres infaltables del mes de diciembre.
Al tomar el camino de piedra –llamado Camino Real– se pasaba por aquella hacienda. Los turistas ponían las manos en las rejas rojas del portón para detallarla de punta a punta, pues la ancha casona, con sus balcones, proyectaba un aspecto muy europeo. Su fachada tenía, además, algo mágico: parecía que hablara como nosotros, en voz alta y duro, para los curiosos que tenían las narices, entre los barrotes del hierro, olfateando el espléndido jardín de la casa.
Abajo de esta hacienda, siguiendo el Camino Real, se llegaba al famoso hotel de La Esperanza, que se volvió imprescindible para veranear. Era un inmueble de tres pisos, de aspecto alemán, que se erguía frente a las vías del ferrocarril del pueblo. Tan solo bajar las escaleras del hotel, el veraneante se tropezaba con el ruidoso tren. No había necesidad de andar extensos tramos para llegar, con las maletas a cuestas y la humedad bregando por pegarse en los elegantes vestidos que se usaban, a esta joya. Hoy sigue en pie –hotel Paraíso Terrenal–, envuelto en su extraordinaria riqueza vegetativa.
Año tras año, los veraneantes inundaban el hall, el comedor y los dormitorios de este hotel. Los días transcurrían, aquí, apacibles, entre juegos de cartas, partidas de ajedrez, charlas en el bar, baños en la piscina, caminatas por los cafetales, senderismo hasta el municipio del Ocaso, merienda con té y galletas a las cinco de la tarde. Cuando había música, el baile se prendía, entre las parejas, como pólvora.
Varias familias recorrían trayectos del camino de herradura, como también se le conocía al Camino Real. En esta vía de piedra encontraban árboles frutales, fincas de recreo, quebradas, el puente colgante sobre el río Apulo. Otros caminaban sobre las vías férreas en compañía del aire fresco y la vegetación. Al atardecer, cansados de andareguear encima de los rieles, regresaban al paradisíaco hotel de la Esperanza, el único del pueblo capaz, en aquella época, de conectar al turista, de raíz, con la fuerza de la naturaleza.
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