Por Guillermo Romero Salamanca
Empacó sus maletas con mercancía, tomó un café de prisa, que lo acompañó con un trozo de pan, se despidió con un “nos vemos en dos días” y luego agregó: “por la noche llamo”.
Iba radiante, como siempre, llena de ilusiones y con el empeño posible para vender sus productos que compraba en Bogotá y comercializaba en los pueblos y veredas de la llamada Región del Guavio, en Cundinamarca.
Así lo había hecho durante años. Conocía todas las tiendas y posibles compradores en cada municipio. Además, llevaba un cuaderno con decenas de encargos: papas fritas, enseres, cubiertos, cortes de tela, jugos y hasta dulces para los municipios de Gachetá, Ubalá y la inspección de Santa Rosa de Ubalá.
Llegó la noche y no hubo llamada. Al día siguiente, tampoco. Al tercer día las alarmas se prendieron en su familia y entonces, ¿qué hacer? ¿A dónde recurrir? En la Policía recibieron un primer reporte y después la Fiscalía aceptó un informe. Se llamaron a los amigos y conocidos a ver si daban con su paradero. Nada. Unos la habían visto temprano, otros reportaron que había pasado dejando mercancía en tal sitio.
Advirtieron, de pronto, que unos hombres armados cruzaron en una camioneta hasta Santa Rosa de Ubalá y les regalaron a todos los del pueblo los comestibles que llevaban doña Blanca y su pareja. Pero nada más. Sin embargo la policía y los inspectores no daban razón de nada.
Marcela buscó dinero prestado para viajar a la zona, creó una ruta para pegar la foto de su mamá en todas las cantinas, negocios, oficinas y casas de los pueblos de Gachetá y Ubalá. Pagó avisos en los medios de comunicación, emisoras comunitarias e hizo indagaciones acá y allá.
La angustia se apoderó de ella y se corría el rumor que los paramilitares la habían embarrado, porque, decía la gente, se habían equivocado de víctimas. Marcela inició una serie de conciertos en los colegios y escuelas de la Región, cantando canciones y dejando un mensaje de que si alguien sabía de su mamá, lo que enfureció aún más a los secuestradores. Los personas de la zona le decían que no dialogara con las autoridades porque la matarían, hasta que logró contacto con el Obispo de Zipaquirá quien le ayudó al dar la orden de repartir la foto de Blanca Valero en las parroquias. Unos días después una vecina informó que sabía de la existencia de una casa donde la tenían secuestrada y amarrada, pero no podía dar más detalles por cuestión de seguridad.
Pocos días después apareció la camioneta donde había viajado Blanca Valero, pero estaba abandonada y cargada de dinamita. Se corrió el rumor que Blanca fue asesinada tras meses y días de caminatas porque ya no tenía más fuerzas para andar.
La búsqueda continuó y como un rastreador, Marcela fue de sitio en sitio, preguntando, analizando y llevando un recorrido sobre la posible ruta de su progenitora.
Se acabaron las lágrimas y también los recursos para seguir en la búsqueda más continua. “No pregunte más”, le decían en algunos lugares. Más dudas y la incertidumbre siguieron por 10 años con sus meses, semanas, días, horas, minutos y segundos.
Su mamá no era mujer de meterse en líos, simplemente, vendía comestibles en una camioneta que había comprado su hija con su primer concierto: Era su trabajo: llevar menaje, de pueblo en pueblo y eso no le gustó a un grupo de ilegales quería aterrorizar a la gente de la zona asesinando unos a unos comerciantes para que los demás les diera miedo.
El mayor dolor de Marcela fue el hecho de no haberse despedido con un abrazo o algo más sonoro que ese “nos vemos luego”, sus últimas palabras que le escuchó y la vio partir. Aún hoy ella espera todas las tardes una llamada.
Un día le avisaron que habían aparecido los restos de su madre. Fue un milagro. Unos soldados contaron en el batallón que una comerciante estaba sepultada en una finca de un tío y los militares se trasladaron hasta esa vereda, cavaron día y noche, soportando frío y sol. A lo lejos se oían las ráfagas de metrallas tratando de impedir que los encontraran, los soldados cuidaban los restos por un hasta que la Cruz Roja Internacional logró entrar a la zona por ellos. A Marcela le avisaron las autoridades, llevó los restos humanos hasta el cementerio de Pacho – con varios inconvenientes porque algunas personas no comprendieron su dolor–, rumores, chismes, señalamientos pero allí, con un abrazo sobre el ataúd, despidió a su madre, la dejó descansar en paz.
¿Qué hacer entonces?, ¿odiar?, ¿guardar resentimiento? ¿Cómo expresar esas ideas que tanto le golpeaban en la cabeza? Encontró en el canto una solución para desahogar sus penas. Le contó su historia a Polo Montañez quien la invitó a Cuba a cantar y para que lo acompañara con sus mensajes en sus presentaciones. Fue a la isla, cantaron miles de canciones y cuando regresó a Colombia recibió la noticia del fallecimiento del cantautor en un accidente de tránsito.
Un amigo la escuchó, comprendió su talento y su pesar y le regaló una guitarra, marcada con sus iniciales: MR. Optó por el Marze Rodríguez como nombre artístico.
Le fascinó su nueva tarea y comenzó a cantar en reuniones y luego le permitieron interpretar en las misas, una versión del Padrenuestro. La comenzaron a invitar para las ceremonias litúrgicas de las despedidas de difuntos y en velorios y recibió su reconocimiento.
Otro día le sugirió a un alcalde que pudiera llevar su mensaje a los colegios y la idea sonó bastante. Con la ayuda de las oficinas de las personerías municipales, alcaldías y de otras entidades pudo llegar a varios escenarios: estudiantes, madres de familia, desplazados, desmovilizados e hijos de personas desaparecidas.
Ahora, de pueblo en pueblo, de vereda en vereda, de barrio en barrio, lleva –al igual que su madre—una mercancía especial con enseres difíciles de pagar: el amor, la reconciliación, el perdón, la amistad y con explicando que los mejores momentos que pueden tener las personas es cuando se despiden, porque, la verdad, no saben si algún se volverán a ver.
Han pasado varios años y la JEP la llamó porque los señores que asesinaron a Blanca están capturados, declararon el homicidio buscando rebaja de pena.
Vino el perdón y olvido y ahora, deambula con su guitarra por esos parajes, cantando en salones de concejos y de acciones comunales, pero sobre todo, hablando y cantando para los niños y jóvenes, llegando a una profunda reflexión: ¿Qué haría usted si se despide de un hijo o un padre en la mañana y no lo vuelve a ver jamás?
Siempre habrá un “nos vemos luego” y de pronto, resonará para siempre esa expresión de “por la noche llamo”.
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