Hernán Alejandro Olano García.

Soy católico y él es ateo declarado; él fue rector, yo lo soy; ahora es el ministro de educación; tampoco fui su seguidor político, ni él fue mi opción electoral, pero, no por esa razón puedo desconocer la dignidad y la trascendencia del ser humano, de un chileno nacido allí por azar como hijo de estudiantes expatriados. Precisamente, en la audiencia general del papa Francisco del 8 de septiembre de 2021, dijo: “Dios quiere a todos los hombres, también a los que no creen en Él”.

Tengo la inveterada costumbre de subrayar libros y, si tienen más de quince frases resaltadas al final de su lectura, los considero buenos, dignos de haber invertido en ellos su valor y mi tiempo. Aquí van 143 frases para reflexionar de quien va a regir los destinos de la educación.

Es por esa razón, que he seleccionado dos libros de Alejandro Gaviria, para desentrañar su pensamiento. Tiene otros libros más, como “Uribenomics”, ya analizado en otro escrito, pero aún no he leído “Otro fin del mundo es posible” y, “Hoy es siempre todavía”. Tan solo puedo -por ahora-, acumular mi catálogo de frases, de escolios gavirianos, con base en “Siquiera tenemos las palabras”, con 64 aforismos y, “En defensa del humanismo”, con 79 brocardos, una selección que ya es representativa de los escritos y reflexiones del exministro.

Así como Nicolás Gómez Dávila era “Un pagano que cree en Cristo”, Gaviria es un pagano virtuoso que algunas veces, en su ateísmo, menciona a los dioses en los que fundamenta muchas de sus frases ¿les cree a uno o varios dioses? Tal vez no, pero son su oráculo dialéctico y, seguramente, tiene algún santo o devoción recóndita.

Cómo él mismo lo dice, sus libros han sido “en buena medida, testimonios” de sus lecturas y allí está su vida: “interpretada a través de retazos de poemas, párrafos memorables y páginas marcadas”. Tanto él como yo, tenemos un pasado común: el centro literario del colegio; un lugar donde aprendimos a recoger los pensamientos de nuestros compañeros y transcribir sus ideas con algo más del estilo estudiantil y a generar nuestros razonamientos para nuestros estudiantes.

Nicolás Gómez Dávila

En defensa del humanismo:

Aceptar con algo de resignación, como quien rechaza un futuro hipotecado, las contingencias de la vida.

Así nos fuera concedida la inmortalidad pediríamos más.

Casi todos construimos narrativas convenientes, historias patrias de nosotros mismos.

Creo que para cambiar el mundo hay que tratar de entenderlo.

Cultiven recuerdos (es lo que va quedando de una vida vivida) y no olviden la necesidad vital de la compasión.

Dejamos de querer las cosas una vez las poseemos.

Dócilmente (como prisioneros torturados a los que ya se les ha extirpado el alma) caminamos hacia el cadalso.

El amor es salvación y resistencia.

El aprendizaje es ahora, más que nunca una labor permanente, una actividad para toda la vida.

El ensimismamiento no es una alternativa.

El humanismo, la reflexión sobre la experiencia humana, jamás pierde relevancia, nunca envejece, mantiene siempre su urgencia, su resonante actualidad.

El miedo es casi siempre el inicio del fin de la civilización, la democracia y los derechos humanos.

El miedo sirve de justificación para el poder abusivo.

El odio no pasa de moda, simplemente sofística sus medios.

El olvido de la salud pública es mortal. Literalmente.

El optimismo es posible a pesar de la muerte, de nuestros apetitos insaciables y del sinsentido de la historia.

El optimismo trágico invita a celebrar la vida.

El paraíso es una ilusión engañosa. Pero hay salidas.

El pluralismo es la celebración de la coexistencia de ideas diferentes.

El sentido de la vida tenemos que inventarlo nosotros mismos.

En el mundo de la mentira, no hay diálogo, hay polémica.

En estos tiempos extraños, delirantes, a los funcionarios no les está permitido el sentido del humor.

En mis pesadillas, soy la tortuga de Zenón que nunca llega a su destino, porque siempre hay otra mitad por recorrer.

Entendemos la urgencia de la crisis, pero no estamos conectados en el asunto.

Entre el azar y la necesidad, el primero siempre me ha parecido más importante.

Estamos, casi sobra decirlo, hechos de recuerdos.

He defendido la necesidad de visibilizar el cambio social. Lo seguiré haciendo.

La conciencia de la finitud nos define como especie.

La cultura debe sustentar nuestra confianza en el porvenir.

La educación universitaria debe promover el pensamiento crítico, no anularlo.

La indiferencia de la sociedad a las desigualdades educativas ha sido otra de las verdades incómodas que la pandemia reveló.

La innovación educativa se ha convertido en una necesidad existencial.

La insatisfacción nos convierte en criaturas quejumbrosas, incapaces de entender, por ejemplo, que todos cargamos en nuestros bolsillos un aparatito que nos permite un acceso inmediato a todos los lugares, todos los libros y buena parte del conocimiento de la humanidad.

La labor de los funcionarios, lo digo como paréntesis y autocrítica, es un asunto extraño. Su tarea consiste, en muchos casos, no en resolver los problemas sino en aparentar que los están resolviendo.

La poesía es, al fin y al cabo, una forma enaltecida de autoayuda.

La religión y la poesía son en esencia una manera de protestar contra el paso del tiempo.

La resignación nada resuelve. El optimismo por lo menos nos da una oportunidad.

La sabiduría es una búsqueda personal, casi siempre fallida.

La transformación productiva es un imperativo.

La universidad es un refugio donde los jóvenes reflexionan sobre el mundo antes de que este los devore.

La vida a distancia no es un buen sucedáneo de la vida en cercanía, de los abrazos y el contacto físico.

La vida es lo que aprendemos a querer.

La vida está llena de accidentes tumultuosos, de “destinitos fatales”.

La vida tiene que dejar espacio para las sorpresas.

La vida, se vive hacia adelante, pero se cuenta hacia atrás.

Las comunidades organizadas y empoderadas pueden resolver sus problemas sin imposiciones autoritarias o tecnologías intrusivas.

Las pasiones políticas son autodestructivas.

Las políticas más eficaces no son las individuales sino las colectivas.

Las próximas décadas (cuatro o cinco) revelarán si fuimos o no capaces de construir un futuro sostenible, compartido; si fuimos o no capaces de proteger la biósfera sin sacrificar nuestra dignidad.

Las reflexiones existenciales tienen una resonancia única.

Las tecnologías de costo cero, como la conversación, son imprescindibles.

Los besos lo dicen casi todo. No vale la pena ahorrarlos.

Los líderes globales insisten en despreciar el conocimiento, atacar a los expertos y negar los hechos del mundo.

Me produce un poco de desazón cuando alguien me dice que su sueño es ocupar un altísimo cargo o ser reconocido por millones.

Nadie puede enseñarnos a vivir por adelantado.

Ningún ser humano debe preciarse de su clarividencia.

No creo que podemos reinventarnos de afán. Muchos sentimos que no nos hemos acabado de inventar. Menos vamos a reinventarnos.

No les voy a hablar de política (un asunto divisivo que exacerba nuestras diferencias y acrecienta las pasiones destructivas).

No se puede aleccionar a los seres humanos, si acaso podemos guiarlos para que se busquen a sí mismos.

No solo tenemos que lidiar con la finitud, también con la indiferencia del universo.

No todos los días son iguales. Muchos pasan de largo sin dejar rastro. Van acumulándose en esa tumba sin nombre que es el olvido.

Nuestros familiares muertos nunca nos desamparan. Permanecen en nuestro recuerdo. Vigilantes.

Pareciera, como dijo alguien, que vamos rumbo al abismo y seguimos apretando el acelerador con la esperanza cobarde de que, por una suerte de milagro irónico, se acabe la gasolina antes de llegar al precipicio.

Por coherencia, al menos, la crítica social no puede prescindir de la autocrítica.

Quien sueña no solamente estará más sano, sino que será también, en el sentido más profundo, más humano.

Seguimos condenados, aparentemente, a la servidumbre del presente. El mundo tendrá que encontrar una forma de pagarnos ya no por el carbón y el petróleo que envenenan la tierra, sino por la protección de los ecosistemas de los que depende el futuro de la especie.

Ser libre es alzar la voz tranquilamente, es decir lo que uno piensa sin temor a la intimidación violenta, es poder construir colectivamente sin temer por la vida.

Sin amor, tal vez no valga la pena nuestro tránsito efímero por este planeta.

Somos más narradores que protagonistas de nuestras vidas. Fabulistas por necesidad.

Soñar es una de las dimensiones más interesantes de la vida.

Todos o casi todos, ya lo verán, sus padres son testigos existenciales del asunto, tenemos que aprender a amar lo que somos y a desprendernos de lo que alguna vez quisimos ser.

Todos somos creadores cuando soñamos.

Tristemente muchos ciudadanos han encontrado en el odio una identidad.

Un virus no es razón suficiente para derogar la Constitución y archivar la carta de derechos.

Una generación no puede imponer a la siguiente todas sus ambiciones aplazadas.

Una sociedad liberal no puede suicidarse en nombre de la libertad.

Vivimos en un mundo interesante, un mundo de mentiras, robots y amenazas existenciales.

Vivimos, en últimas, en un atolladero ético.

Yo no siempre sueño, pero me encanta soñar.

Siquiera tenemos las palabras:

¿Cómo complicarse la vida?

A la hora de las noticias, yo prefiero leer un libro.

A veces conviene aceptar alegremente la diversidad del mundo.

Casi todos rechazaremos la felicidad encapsulada y los viajes artificiales: para eso tenemos los sueños.

Complicarse la vida implica rechazar los atajos de ideologías delirantes y las promesas de los demagogos que aspiran a gobernarnos; cultivar cierta desconfianza hacia las ideas y credos más convincentes.

Con el tiempo, tal vez venga la sapiencia y las costumbres políticas se transforman.

Con frecuencia la pasividad le abre paso al desastre.

Dependemos del excremento de batracios para ganar un poco de perspectiva y recuperar la lucidez perdida. Somos unos anfibios, después de todo.

Después de morir, uno sigue viviendo por un tiempo en registros, carteles y parlantes. La inercia de las cosas.

El cambio social es una labor de todos, no solo de los políticos.

El caos de la política comienza con la corrupción del lenguaje.

El cortejo del favor popular conduce a la peor forma de traición: la traición a uno mismo.

El ensayo y el error, se dice, son la base de la vida, y deben ser también la fórmula para el mejoramiento colectivo.

El escepticismo no niega el cambio social; simplemente sugiere que es más oblicuo, misterioso e interesante que lo que suponemos.

El lenguaje que se corrompe nunca se regenera.

El liberalismo es una ilusión pues los seres humanos aman la servidumbre y buscan, como animales asustados, un refugio seguro en la autocracia.

El mercado y la política han democratizado la banalidad.

El narrador es el último de los protagonistas, todos sus compañeros han muerto.

El paraíso es una ilusión engañosa.

El poder corrupto devalúa el lenguaje y el lenguaje devaluado exacerba la corrupción.

El profeta no cree en las reglas de juego, no las respeta; pretende definir las suyas.

El servicio público es una profesión de alto riesgo.

En Colombia, como en toda América Latina, las instituciones políticas se hacen y se deshacen al ritmo de los escándalos.

En política los profetas no advierten los desastres: los ocasionan.

Kennedy (John F.) ya se asemeja a esos monarcas europeos de los que solo quedan retratos grandilocuentes que contrastan con la pequeñez histórica de sus glorias pasadas.

La corrupción no es una causa sino una consecuencia de problemas más complejos del Estado.

La humanidad parece obsesionada con inventar finales e imaginar un apocalipsis inevitable.

La ironía es un instrumento eficaz para combatir los figurones de la política y el comercio de apariencias, y la sordera ante ella, un signo de dogmatismo.

La literatura no podrá salvarnos, pero es uno de nuestros principales mecanismos de defensa; un refugio, un consuelo y una forma de resistencia.

La malicia puede más que la ley.

La poesía no es una forma de entretenimiento, es más que eso; es casi nuestra razón de ser, nuestro sello antropológico y propósito genético.

La política está hecha de letras muertas.

La política se define por la máxima grandilocuencia y la mínima eficacia.

La vida no es otra cosa que una transmisión incesante de información.

La vida no transcurre en línea recta.

La vida que vale la pena vivir es más que una acumulación de momentos felices. La felicidad requiere, en últimas, de complicaciones.

Las cosas mueren más despacio que los hombres; por eso se convierten en recuerdos.

Las lecturas más dispares a veces se juntan.

Las letras siempre han sido un buen antídoto contra la vulgaridad del mundo.

Las noticias en televisión son una de las aberraciones de la civilización del espectáculo.

Las palabras nos consuelan, nos abren la mente, nos mantienen despiertos, nos preparan para la resistencia…

Las sociedades se acomodan con docilidad al poder arbitrario.

Los críticos consuetudinarios logran aplausos inmediatos, acrecientan su prestigio y exhiben con orgullo su supuesta coherencia, pero terminan convertidos en caricaturas de sí mismos.

Los libros abandonados muchas veces encuentran quien los adopte.

Los más ardientes revolucionarios -como muchos políticos- obedecen primordialmente a impulsos personales disfrazados de convicciones.

Los noticieros venden lo efímero como si fuera duradero.

Los políticos caen de su pedestal y los escritores se trepan al suyo.

Los políticos son los reyes de la coyuntura.

Los políticos y escritores más admirables son, después de todo, los que mantienen su integridad intelectual y su independencia.

Los seres humanos han confundido la complejidad con la perfección.

Los seres humanos somos expertos en racionalizar nuestras equivocaciones y fallas morales.

Muchos falsifican sus preferencias para obtener unos cuantos “Me gusta” en redes sociales o un efímero aplauso en la reunión. Así somos.

No vale la pena sentarse frente a la pantalla a ver la misma fealdad todos los días.

Nos defendemos mejor de los insultos que de los elogios.

Pensemos en la felicidad de un investigador que un buen día, después de años de tropiezos, decide desechar un marco teórico y aceptar la diversidad sin simplificaciones.

Por fidelidad a nuestras convicciones deberíamos, por variar, decir lo que pensamos.

Quizás estemos rotos por dentro, pero no somos un caso perdido. La redención es posible.

Según algunas investigaciones, los profesores universitarios reducen deliberadamente la dificultad de los exámenes con el objeto de aumentar su popularidad.

Si uno quiere entender el mundo, no debería ver las noticias.

Somos un animal extraño que usa su cerebro más para justificar sus faltas que para evitarlas.

Todas las horas son últimas, por supuesto; todas las noticias, una sucesión de hechos contados para el olvido, un ejercicio fútil.

Todos le hablan desde el pasado al mundo del presente y del futuro.

Todos tenemos una relación personal con ciertos libros.

Yo propondría, como parte de la educación para la democracia, una suerte de vacuna contra el autoritarismo.

Las frases del profesor Gaviria, quien en 2010 recibió el Premio Portafolio al mejor docente, ojalá nos dejen una lección, que, compartida o no por muchos, nos deja la posibilidad de conocerlo desde la cátedra. Lo importante, es que él, como profesor, sabe que la educación es una de las formas más efectivas de humanizar el mundo y la historia.

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