Por Venancio Salcines (Ph. D) Presidente Fundación Venancio Salcines

Aristóteles, ante las llamadas de los ambiciosos jóvenes griegos, ansiosos por conquistar el mundo conocido, siempre les decía que si lo que deseaban era alcanzar la felicidad tenían que diseñar su camino. Ignoro si Europa buscaba el suyo al término del primer milenio, pero lo cierto es que Galicia les ofreció uno.

Cargado de intangibles y ausente de los bienes y especies que habían definido las grandes rutas del mundo. Aquí, la recompensa era sumamente subjetiva. En todo caso, alcanzar Compostela no era lo más relevante, lo transcendental era haber deseado llegar a ella, y haber sentido el cansancio, el hambre, el frio, y con todo ello en esa alforja que vive tatuada en la piel, levantar la mirada y sentir que “todo” está más cerca ¿Y que es “todo”? Lo que uno busca, espiritualidad, respuestas, encuentro, perdón. Todo aquello que pesa tanto, tanto, que hace que la brújula de la vida marque una única dirección, Compostela. 

Pero el andar de las personas siempre traslada cultura y sociedad; por ello, el Camino se convirtió en una gran senda del conocimiento. En un espacio generador de valores comunes. En la edad media, y hasta bien entrado el siglo XX, Galicia era una economía abierta al mundo por sus puertos, pero con sus ejes demográficos en el rural. Las distintas capitales comarcales, hoy, muchas de ellas en claro declive demográfico, lideraban los grandes flujos económicos. Los mercaderes se desplazaban a las grandes ferias, que se convertían en el gran espacio social. Allí se construían las relaciones económicas y sociales.

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En este marco el Camino era observado como un flujo de espiritualidad y cultura que alimentaba esencialmente a Compostela, la gran capital política, religiosa y económica de Galicia. Y desde ella, y a través de la Iglesia Católica, emanaba por todo el territorio. 

Lo que es una fortaleza, haberse construido bajo el amparo de la Iglesia, se convierte en el siglo XIX en una debilidad. Las diferentes desamortizaciones, desde la de Godoy, en 1798, hasta las liberales, donde destacan la de Mendizábal y la de Madoz, van minando tanto el capital económico de la Iglesia como la infraestructura del Camino. El siglo XX arranca invadido de movimientos anticlericales y cargado de convulsas situaciones políticas. El Camino no se ve amenazado, pero pierde su esplendor.

Europa se ve envuelta en un proceso de transformación, donde el dramatismo y la destrucción construyen algunas de sus fases. Afortunadamente, la segunda mitad del siglo XX cementa otra Europa; una que no desea construirse a través de la destrucción, sino todo lo contrario; ensalzando la cooperación, la unidad de valores, la sinergia de principios compartidos. Aquellos valores que sobrevolaban sobre los primeros peregrinos vuelven ahora a revolotear sobre una gran tierra en fase de cicatrización de heridas. El Camino es necesario. 

Pero la Galicia medieval queda muy alejada de la actual. Pasan por ella varias revoluciones industriales y diferentes oleadas migratorias. Se trunca la movilidad histórica, que era de la aldea a la capital comarcal, y en sentido de ida y vuelta. La unidad productiva, al ser agroganadera, fijaba población en el rural.  El campo entra en declive demográfico y con él, las capitales comarcales, incapaces de retener el talento. La población se vuelca sobre las costas y el interior se vacía. Por primera vez, el Camino se encuentra con una Galicia que, en lo económico, lo necesita, y él no le da la espalda. Todo lo contrario, lo ampara y lo refuerza. 

 Vistas de la ciudad y catedral de Santiago de Compostela, Galicia
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Cada año, más de 300.000 personas transitan por las diferentes rutas jacobeas dejando un gasto que no baja de trescientos millones de euros. La mayoría lo ejecuta, el gasto, en aquellos lugares donde hace noche. Esto ha provocado, de un modo totalmente evidente, un florecimiento económico en determinadas villas, como Sarria, Portomarín, Palas de Rei, Melide, Arzua, Pedrouzo, entre otros.

Los sectores dinamizadores han sido la hostelería y la hotelería y, a través de su crecimiento, han generado una segunda ronda de empleo inducido. Por tanto, hoy el Camino es mucho más que un flujo de espiritualidad y europeísmo, es una inyección económica que permite mantener con fuerza el pulso vital de algunas de nuestras cabeceras comarcales más relevantes.  

¿El futuro? Solo puede ser brillante. La sociedad gallega en su conjunto bien sea por su sentido económico o espiritual, o por ambas cuestiones juntas, lo ha absorbido como uno de sus pilares sociales. Es mucho más que un “asunto” de creyentes cristianos. Lo ama, lo defiende y lo impulsa. Sabe que lo que es bueno para el Camino es bueno para ella y al hacerlo, en buena lógica, se observa la sonrisa de Jesús. 

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