Por María Angélica Aparicio P.
Era imposible describir su cabeza porque permanecía cubierta por su gorra, ya desteñida por el sol. Ardía por ver esa parte oculta de su cuerpo. Oculta por años. Ya eran bastantes navidades observándolo igual. Nunca se quitaba la gorra. Quizá dormía y se bañaba con ésta, como si fuera una extensión natural de sí mismo. La mantenía consigo todo el tiempo.
Me preguntaba si tendría los cabellos abundantes, o apenas sostenía unos hilos escasos y delgados. Tal vez escondía una calva pronunciada, de esas que terminan siendo una bola de golf. O me equivocaba. Posiblemente tenía el cabello fino, corto y enroscado como el de un niño. ¡Diosito! Me estrujaba por descubrir este bochornoso lío.
Tampoco podía apreciar la zona donde se ubicaba el hueso occipital de su cabeza. Tenía que suponerla con las mejores imágenes mentales. Me mataba la curiosidad. Quería verlo sin la gorra de todos los días. Cuando cruzaba la puerta, chasqueaba los dedos para que su gorra no estuviera con él. Sin embargo, nada cambiaba en ese hombre de intensos ojos amarillos.
El tipo se llamaba Rubén. Tenía una casa en los alrededores del embalse de Tominé, de la que solo distinguía su fachada. Muy de madrugada salía a trotar. Luego bajaba a sus cultivos de fresas y se quedaba ahí, trabajando como un esclavo. A veces lo veía empacando las jugosas fresas que depositaba en las cajas de pino. Por las tardes desaparecía de mi vista. Algunas noches iba a nuestro rancho a platicar toda clase de tonterías. Se creía un vivaracho. Uno de esos inteligentes y presumidos.
Pero nada que arrugaba su gorra para quitársela. Dicha prenda se adaptaba a su cabeza de forma perfecta. La había comprado en una tienda de ropa, allá en el pueblo, varios años atrás. Sin embargo, parecía hecha por la simpática costurera que sabía de agujas y máquinas de coser: doña Carmen. La gorra era su adoración y lo protegía del excesivo sol de las mañanas.
La última noche que estuvo en el rancho me cuestioné la historia de las gorras, conocidas también como cachuchas. Se habían inventado después de los turbantes, de la kipá de los hebreos, de los Nemes que usaban los faraones del antiguo Egipto, de los velos femeninos de las musulmanas. El béisbol masculino de finales del siglo XIX –en Estados Unidos– sacó a la luz una gorra que sería base de la actual cachucha. La usaban jugadores y aficionados de este deporte. Llevarla puesta ayudó a su propagación y a su posterior transformación.
Igual difusión hizo la gorra militar que tanto se usó entre los alemanes de la segunda guerra. Nuevos personajes comenzaron, después, a usar una cachucha: los pastores, los marineros, los fanáticos del fútbol, los pescadores. Todos armaron su vestimenta en torno a este tipo de sombrero práctico, durable, que podía guardase con facilidad, colgarse en un perchero, en el pasamanos de un mueble, en la punta de una silla.
Las cachuchas salieron al mercado como una prenda exclusiva. Su diseñador buscó homenajear las cabezas calvas de los varones y las cabezas con numerosos cabellos. De repente, los jóvenes de distintas razas, especialmente la negra, empezaron a llevarla de lado, hacia atrás, hacia adelante. Por sus colores, sus materiales y los escudos que se añadieron a la tela, se volvió un símbolo indiscutible del vestir. ¡Lanzó la moda! Miles de personas se la apropiaron como un gorro fantástico, ideal, que aguantaba lluvia, calores, lavadas con jabón y agua, veranos e inviernos.
Después vino la sorpresa: las chicas de las ciudades de Nueva York y Los Ángeles se pusieron las cachuchas como una forma de revolucionar la moda, de diferenciarse con estilo. Eran colegialas, deportistas, modelos, artistas, amantes de la música. Las jovencitas se chiflaron con este accesorio del que podían tenerse varias en casa. Incluso, se podían hacer préstamos e intercambiarlas por otra prenda, con más facilidad que los zapatos y los bolsos.
Poco a poco la cachucha se tomó la moda urbana y amplios rincones de la moda rural. Continuó siendo imprescindible entre los jugadores de béisbol, especialmente norteamericanos, que llevaron la batuta de su fabricación, diseño, réplica, venta y uso mundial. Desde entonces, los gringos la han mantenido como el mejor de los inventos manufacturados del siglo XIX.
Con los años, nacieron las cachuchas de marca. Los fabricantes se enfrascaron en una competencia feroz. Colores, tipos de tela, formas de ajuste, visera plana o visera curva, comenzaron a jugar un papel destacado en el diseño. Los modelos de la visera generaron dudas al momento de obtener cualquier cachucha. Probarlas se hizo obligatorio, pues sentirlas cómodas, respetando cobertura, ojos y frente, fue fundamental.
Pronto, las cachuchas entraron a la moda juvenil. Niños y niñas las usaron con atuendos sencillos, ligeros. Empezaron a lucirlas para el deporte, para una fiesta, para un bonito día de campo en familia. Todos tenían una gorra: nueva, vieja, de un solo tono, de varios colores. En cualquier lugar del mundo: finca de recreo, establo, restaurante, un cine, alguien tenía puesta una cachucha.
Escuchando a Rubén, pensé que quizá había sido un jugador de béisbol. De ser así, comprendía por qué nunca se quitaba la gorra: era como un escudo, la única arma para defenderse de mil cosas. Hice una mueca de satisfacción creyéndolo de esta manera. Lo que hacía Rubén era cubrirse para recordar una época, aquella de los partidos, del juego con sudor, del batear con fuerza. Se la ponía para rememorar toda esa juventud bravía. La llevaba con orgullo sobre su cabeza, esa que no podía dibujarla, describirla y menos, mucho menos, tocarla con mis manos pequeñas.
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