Por José Joaquín Rincón Chaves

El obús disparado por el tanque de guerra contra la puerta principal del Palacio de Justicia, retumbó por la Plaza de Bolívar. Las pocas palomas, que aún quedaban por los alrededores, alzaron vuelo rumbo a las torres de la Catedral y en la televisión nacional, se observó a dos tanques del ejército, ingresando al recinto sagrado, en donde en su alta marquesina se leía: “Si las armas nos han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”.

En el Palacio Presidencial, un hombre canoso, escuchó el estampido en su despacho y una gruesa lágrima se asomó en sus humildes ojos. La espantó con mano cansada y se puso a la espera de los acontecimientos, confiando en la buena voluntad de los hombres, de los hombres que allí se enfrentarían. No sabía que los hechos se desbordarían de tal manera que muchas horas después, las llamas consumirían la edificación, dejando incontables muertos y heridos y las conciencias de quienes los vivieron en vilo, hasta los siglos de los siglos. Entre ellas, la de el mismo.

Fue el primer Presidente en creyó en la paz, la cual simbolizó en una paloma, con una rama de olivo, como aquella del universal diluvio. Como esas que volaron con el primer estampido. Y para mayor confusión, la toma del Palacio de Justicia se produjo, como presión de la guerrilla que había firmado unos acuerdos de cese de hostilidades meses atrás de aquel noviembre 6 de 1985 y los cuales consideraban los subversivos, habían sido violados. El golpe, estaba anunciado desde septiembre, pero por esos misterios que aún no han sido develados, ese negro día, la guardia del recinto donde se aplicaban las leyes en última instancia, fue reducida al mínimo, facilitando el acceso a los alzados en armas.

Nadie le dio explicaciones al Presidente por este descuido y sus preguntas han quedado en esos archivos de memorias olvidadizas y de manos prestas para disparar. Una grande encrucijada para este mandatario ungido de esa humildad de los hombres de campo, que se atrevió a romper esquemas y quien con esa tozudez propia de los que actúan de buena fe, dio margen para que los contendientes entendieran que, con la violencia, lo que se obtiene, es pasajero.

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En su tiempo presidencial. Foto Señal Colombia.

Nadie le escuchó y de pronto, se vio entre dos fuegos. Como los altos jueces y los empleados atrapados en mitad de las llamas. Como los particulares que ese día fueron a diligencias judiciales. Era uno más de ellos vagando entre escombros humeantes y muertos. Cada explosión que sonaba a lo lejos, la sentía en su corazón y esa alma de montañero inocente.

Cuando todo pasó, luego de haberse contado los muertos visibles y los ayes de los aún vivos, asumió la responsabilidad de lo sucedido. Muchos pensaban que él, no lo era. La responsabilidad recaía sobre quienes piensan que la violencia es el camino y con pesar miro, que ese criterio aún prevalece, a pesar de los intentos por llevar la paz a esos campos, que de niño, de joven y ya adulto, recorrió en alpargatas, como el más fiel de sus principios.

A una semana escasa de este mortal golpe al ánimo de un hombre, es la naturaleza la que le inflige, otro mazazo a su fe resquebrajada. Es la avalancha de Armero y a quien buscan para centrar sus desatinos. A Belisario, El Estoico. Entre el lodo y las rocas y la desatención a lo previsible, cargaron con más de treinta mil almas, que no creían en semejante tragedia anunciada. De nuevo el apenado mandatario, recibe la censura, soto voce, de los amigos de encontrar, para cada insuceso, el actor responsable de estas debacles inesperadas.

Y como el Cid Campeador, aun sabiéndose muerto, libró esta nueva batalla, la superó y siguió empeñado en la paz que era su norte. Y con las críticas de siempre, firmó el armisticio con el grupo que tantas amarguras le produjo. Tal vez era imperfecta, pero si Dios, luego de la muerte de Abel, recriminó simplemente al fratricida y le dejó vagar en paz por el mundo como su castigo, este hombre canoso, golpeado por la vida, perdonó en nombre de los colombianos, a esos hermanos que mataban hermanos y asolaban los campos.

Le conocí, tiempo después de estos hechos y me tendió su mano ya cansada de recibir apretones y abrazos. Le di la mano suavemente, como acariciándosela, como diciéndole con los ojos, te comprendo hombre bueno, porque partimos del mismo barro en el que has crecido y a fe que me entendió, a pesar de cierta tristeza que de su ser emanaba.

Ese campesino, ha muerto hoy siete de diciembre, día en el que en muchas latitudes se celebra, la noche de velitas, de la luz, de la claridad. Estoy seguro que esta noche, cada llama que se encienda, será más alegre, más luminosa, pues allí estará ese espíritu puro y bonachón que fuiste tú, Belisario Betancur Cuartas, el hombre de Amagá.

Moriste con esa edad a la que alcanzan, solo los hombres sabios.


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