Por María Angélica Aparicio P.

Observar el desplazamiento del tren que viajaba por encima de los rieles, era el placer de muchos niños bogotanos. Escuchar su traqueteo para examinar de lejos la trompa de la locomotora, era otro reto, quizá el más placentero, porque antes de que la máquina frenara en seco en la estación correspondiente, los niños ponían encima del hierro las tapas de gaseosa que guardaban en perfecto estado, para que el tren las aplanara como hojas de papel.

Subir a los vagones del tren y ocupar un asiento, era otra historia. Sentados junto a la ventana, la perspectiva del campo tomaba otro matiz. Los animales, la naturaleza, los ranchos campesinos, hasta el tamaño de los árboles, se veían en cámara lenta. Podía valorar todo de forma distinta y gozar con la maravilla del paisaje.

Al llegar el tren a su destino, una pequeña multitud esperaba en las escaleras de la estación. La gente sacaba sus pañuelos blancos o rojos y los agitaba, con fuerza, en son de bienvenida. Mientras el ferrocarril avanzaba, sacar la cabeza por la ventana y gritarle a esa multitud, constituía una delicia que no se cambiaba ni por el más sofisticado juguete de la época. El sueño de muchos niños, que se volvió como un plan de vida asombroso en los años sesenta, era viajar en tren.

Cuando comenzó a planear la construcción de las vías férreas por el territorio colombiano –en el siglo XIX–, el país floreció con sus trenes: Ferrocarril de la Sabana, Ferrocarril del Nordeste, Ferrocarril del Sur, Ferrocarril del Norte, Ferrocarril del Oriente. Algunos trenes arribaron a principios del siglo XIX y otros en el XX. Se logró entonces una red funcional, con sus propias estaciones, con horarios, que la gente cuidaba y valoraba.

El 20 de julio de 1917 se inauguró en Bogotá la Estación de la Sabana, una bonita edificación de estilo neoclásico localizada –en aquél entonces– en las afueras de la ciudad (hoy localidad de los Mártires). La idea era convertirla en la estación central más grande a nivel nacional. Su diseño corrió por cuenta del arquitecto Mariano Santamaría y de un ingenioso ingeniero inglés. Se logró la importante obra, cumpliéndose así, con este desafío, su segunda meta: ser el punto de partida y llegada de todos los trenes del país.

Estación del tren en Zipaquirá. Foto Banco de la República.

Con los años, los rieles quedaron en el olvido político, en la sombra de los ingenieros, en el abandono de los grupos sociales que disfrutaban –de manera frecuente– de este medio de transporte. El incremento de la vegetación, la humedad, las maderas que se resquebrajaron, el “vivo” que se robó las piezas de hierro dejando las vías medio desnudas, se lo tragaron. La infraestructura sufrió verdaderos atropellos. Y crecieron las limitaciones: el desinterés de los gobiernos, la falta de inversión nacional o extranjera, la no modernización de las vías, la corrupción. Entonces, la historia ferroviaria de nuestro país quedó como un trapo deshilachado, roto, debilitado.

Más de cien años después, –hoy siglo XXI– pensamos en rescatar las vías férreas para darle vida al tren. Ahora queremos tener ferrocarriles eléctricos que pasen por estaciones claves para descongestionar el tráfico de motos y vehículos que nos viene asfixiando. Bárbaros. ¡Qué mente tan atrasada la nuestra! Volvimos a la edad media en materia de transporte porque no hemos sido capaces de poner a volar la menta para competir con los europeos y con los mismos asiáticos.

Mientras nosotros comenzamos a pensar si algunas capitales pueden unirse con los municipios más cercanos, al otro lado del océano Atlántico, en Europa, los trenes llevan años acortando distancias entre los 27 países de la Unión Europea, o entre provincias nacionales, para mejorar la calidad de vida. Hasta hoy –en Colombia– se empieza el ejercicio de planear el Regiotram, –del Norte y occidente–, el tren del Caribe y el tren ligero del Valle del Cauca. Ya los trenes de la nueva generación de Europa ofrecen restaurante, bar, wifi, cómodos asientos, ventanas estratégicas, espacio suficiente para maletas grandes.

Renfe- Madrid.

Muchos años atrás, se hablaba en España de Renfe AVE. Para mí, –que era una estudiante– bien podría confundirla con una empresa de aves naturales. Se trataba de un servicio comercial de transporte ferroviario. Todo el mundo quería subirse en estos pavorosos trenes de alta velocidad, que volaban como pájaros, a toda mecha. Daba la sensación de que el avión comenzaba a pasar a un segundo plano. AVE transportaba mercancías y pasajeros. Era la revolución del momento para ir en cómodos asientos descifrando el paisaje que parecía moverse al tiempo con el tren.

Al cabo de los años, Renfe AVE encontró su barrera: tres nuevos competidores: Avlo, Iryo y Ouigo. Actualmente, la empresa Ouigo se mueve por ciudades y provincias de España a velocidades de trueno. Sus trayectos son cortos y sus precios, accesibles, son baratos. El pasajero puede llevar equipaje de mano y de cabina. Cada día más usuarios, entre antiguos y nuevos, abordan estos trenes para disfrutar de un viaje que resulta distinto al auto particular.

Trenes de España.

La pujante empresa ÖBB de Austria –fundada en 1923– se dedicó desde ese año a la infraestructura ferroviaria, al servicio de pasajeros y de mercancías. Sus trenes corren desafiantes como “la pantera rosa” por algunas ciudades de Italia, Alemania, Hungría, Suiza, República Checa y Eslovenia. Conectan los pueblos y las ciudades de todo el territorio austríaco.

ÖBB tiene hoy, para el consumidor, su más innovador invento: los trenes nocturnos “Nightiet”. Como en los aviones, ya se puede dormir en estas máquinas de ensueño. ¡Envidia de la buena! Sus fabricantes han incorporado dormitorios con camarotes, baños individuales, lámparas personales, duchas y mesas para desayunar, lujos que llegaremos a disfrutar los colombianos cuando tengamos bien, pero bien encima el próximo siglo, por culpa de ese olvido imperdonable.

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