Por María Angélica Aparicio P.

El conductor del bus pasa raudo por Sasaima. La temperatura comienza a subir tras dejar atrás la zona de páramo. Se ven casas y haciendas por la carretera, que a esa hora se encuentra atestada de camiones de carga y autos particulares. Entrada la tarde, el chófer estaciona junto a la acera. Dice que tenemos “media hora para estirar las piernas”. Acabo de llegar a Villeta, un destino lindísimo en el departamento de Cundinamarca, aquí, en Colombia.

Aprovecho para bajarme y alcanzar la plaza principal. Quiero analizar la fabulosa ceiba de tronco grueso que está ahí, plantada por años, en el centro de la plaza. ¡Verla me da intensos vapores de emoción! Comienzo a meditar sobre las maravillas de nuestra naturaleza, reliquias tan costosas como los retablos dorados de las iglesias coloniales, cuando escucho, de repente, el pito del bus. Dejo la extraordinaria sombra que hace la ceiba más antigua del municipio –más de 85 años–, y salgo disparada como un avestruz.

Desde mi asiento privilegiado, junto a la ventana, comienza la carretera de abismos que me asusta desde niña. Aun así, pongo el corazón antes que el miedo, y mantengo los ojos abiertos durante el difícil trayecto. Estoy montada sobre las ruedas de un viejo armatoste. Cruzo la cordillera de los Andes, la rama oriental, y admiro la vegetación, los árboles, el agua limpia que baja por la ladera de las montañas. Me da vértigo toda esta maravilla de Colombia.

Regreso a Guaduas, al paraíso ubicado a 30 kilómetros de Villeta, que ha sido mi lugar de geniales vivencias. Año tras año, extraño las calles, su gente, las casonas coloniales, los cerros que tapan el río Magdalena; añoro su clima cálido, suave, comparado con el horno asfixiante que es Honda. Suelo revivir, cuando estoy en Bogotá, sus ranchos campesinos, las haciendas ganaderas, el convento de la Soledad.  

En los años setenta y ochenta, Guaduas gozaba de un turismo pírrico. Por esa razón, quienes, en la edad escolar, ocupamos las haciendas de recreo, nos sentíamos dueños del espacio urbano y rural del municipio. Éramos unos niños en crecimiento, pero entre todos, establecimos un lazo de amistad –inseparable– con el campo. ¡Lo amábamos con el alma! Fascinación era para nosotros montar los caballos de trote, arriar las vacas cebú, entrar en las quebradas, subir las montañas para ver la culebra que forma el cauce del Magdalena. Tocar el cielo, era poner en esta tierra generosa, nuestras benditas piernas.

En las afueras del municipio sigue vivo un camino estrecho rodeado de pasto. Los árboles gigantes que lo adornan, invitan a sentarse, cómodamente, en sus ramas. El camino de Paramillo –como se llama– es tan largo que parece no terminarse nunca. En sus entresijos se hallaba –tiempo atrás–, un rancho privado, de techo de zinc, que yo consideraba algo gigantesco. Siempre sentí que se encontraba en la cola del mundo porque gastamos más de dos horas a caballo para llegar a esta vivienda. Aquí, el “coronel Oliveros”, criaba y domaba preciosos equinos que, en ocasiones, exhibía por las calles de Guaduas. Ahora que regreso, veo que Paramillo ya no es un sendero transitable para nadie. Se descubrió petróleo en la zona, y un aviso de colores prohíbe cruzarlo. ¡Verdadera conmoción!

Tengo que caminar en firme, o pedalear en bicicleta durante unas tres horas, si quiero recorrer otro camino polvoriento, destapado, circundante a los alrededores de Guaduas. En las vacaciones escolares, pataleaba por venir aquí, pues, para mí, significaba la máxima aventura.

Al ingresar al terreno a pie, escucho que un ruido lejano pero incesante, baja de la montaña hasta mis pies húmedos, calzados con chanclas. Sonrío fascinada. Pronto asoma el salto de Versalles con su ronroneo propio, que siempre, cuando vengo, me seduce como una tela de seda. Es una preciosa caída de agua natural, de unos 40 metros de altura, de la que yo –personalmente– me siento propietaria, sin que ninguna ley me lo conceda. Corro por el área con rapidez, y meto los pies ya descalzos, pequeños y bienaventurados, hasta hundirme felizmente bajo el agua.

En el propio casco urbano, lejos del salto de Versalles, vuelvo a mi esquina sagrada, donde sigue, aleteando, la bizcochería de los hermanos Enciso. Su casa española, de puertas y ventanas verdes que se protegen bajo un alero, no ha cambiado un ápice. Existe desde 1901. Adoro ese espacio rectangular de escaparates de madera y vidrio, que parece imperecedero. ¿Cómo podría olvidar esta dichosa panadería, –El Néctar– si de niña ahorraba las monedas de cincuenta para comprar los rollos de arequipe que me hacían sentir en la nube más acolchada del cielo? ¡Nunca! Los bizcochos están atados a mi cuerpo como las vendas puestas en una momia intocable.

Al dejar la panadería, regresé a la morada donde había nacido Policarpa Salavarrieta, la valiente heroína de los tiempos coloniales. Su domicilio natal –calle 2 No. 4/40– se encuentra acompañado de viviendas pintadas de blanco y verde oscuro. El techo de paja se destaca como algo memorable. Tiene dos habitaciones pequeñas y un solo piso. Reviso nuevamente los muebles, los trastos de la cocina, los trajes usados por esta joven patriota, fusilada en la época de mayor represión impuesta por los españoles. Guaduas fue para “la Pola” su pueblo consentido, su sitio de lucha, el refugio desde el cual mostró su rebeldía personal contra el dominio de España.

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