Por Guillermo Romero Salamanca
Gracias a la visión de don Alfredo Díez y de sus hermanos nació en Codiscos, el sello Costeño, con el cual se recopila todo el sabor musical de la costa Atlántica.
Porros, merengues, merecumbé, cumbias y demás ritmos de la región fueron recibidos y, sobre todo, grabados en los estudios de Medellín.
Música de las sabanas del Sinú hasta de las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta fue escuchada con atención. Era la base cultural de esta extensa región donde se conjugaron diversos sentimientos e instrumentos para crear ritmos que poco a poco fueron tomando fuerza por la popularidad. Tambores del África, cuerdas y metales europeas, acordeones alemanes y otros instrumentos originarios se unieron y se unen en la actualidad para producir con las voces y la inspiración, canciones que perduran con el tiempo.
Llevar estas melodías a los estudios de grabación era todo un reto para los visionarios de la industria musical. Debían ir hasta las veredas y los pueblos, escuchar de primera mano las inspiraciones y los cantos y luego trasladarlos hasta Medellín para que dejaran impresos esos trabajos.
Era toda una logística que contemplaba los viajes –con peripecias de transporte—hospedaje y alimentación. Llegaban con muchas ilusiones, pero una cosa es cantar en el campo abierto y otra encerrado en una cabina donde les pueden decir una y otra vez, vuelva a tocar o cantar otra vez porque le faltó fuerza o afinación.
Era el comienzo de la profesionalización de la música en Colombia. Corrían los años sesenta y aún no se disponía de la técnica ni de la tecnología ideal. Se debieron adecuar salones para las grabaciones y gracias al ingenio nacional se organizaron los primeros equipos. Se buscó también una acústica para que todo quedara a la perfección.
Colombia, en esa década, estaba en pleno desarrollo. Enfrascada en la plena violencia bipartidista, con el nacimiento de las primeras guerrillas, la guerra fría internacional, los primeros y grandes descubrimientos en la ciencia, la llegada del hombre a la Luna y la llegada de los primeros grandes electrodomésticos hacían un cambio en el país.
Si bien es cierto en la región del Magdalena Grande –Magdalena, La Guajira, Atlántico y Cesar—los juglares llevaban sus canciones de acá y allá acompañados de guitarras, guacharacas y voces, les llegaba también el acordeón que acoplaron a sus melodías.
El repertorio de canciones crecía a diario y el movimiento de historias iba y venía. Luego de varios acuerdos políticos, determinaron dividir el Magdalena Grande y crearon el departamento del Cesar y fue nombrado al líder liberal Alfonso López Michelsen como el primer gobernador.
El departamento era extenso en ganadería y agricultura, pero también se debía cada fin de semana, unas reuniones de parranda donde se escuchaban melodías que contaban historias vividas, alegatos, noviazgos, despechos y amoríos. Canciones dedicadas a grandes mujeres y estilos que se fueron perfeccionando poco a poco.
El nobel Gabriel García Márquez en 1963 reunió a muchos de esos juglares para “ponerse al día en los sucesos musicales” de los últimos 13 años y encomendó al compositor Rafael Escalona que hiciera esa tarea. Al mismo tiempo, el escritor, invitó a Gloria Pachón para que cubriera para El Tiempo la reunión.
La comunicadora tituló su trabajo como el Gran Festival Vallenato. Tema que años después, en 1968, Alfonso López Michelsen, con Rafael Escalona y Consuelo Araújo Noguera concretó en el Festival de la Leyenda Vallenata.
Mientras tanto, en Medellín don Alfredo seguía escuchando, analizando y grabando canciones. Llamó a uno de los más virtuosos para que grabara en sus estudios como solista y que seleccionara unos temas románticos. Alfredo Gutiérrez aceptó la invitación y grabó 12 canciones que se convirtieron en un éxito nacional.
Amantes del romanticismo de la Costa, la zona andina del país y hasta los confines en Nariño y los Llanos Orientales, se enamoraron de aquellas canciones.
Alfredo Gutiérrez se convirtió en un ídolo nacional y las ventanas del comercio internacional, empezando por Venezuela, Panamá, México y luego Estados Unidos, Ecuador y otras latitudes quedaron abiertas para nuevos trabajos.
Nació así un movimiento artístico nacional. Alfredo con su estilo particular de tocar el acordeón, de cantar y de seleccionar canciones, además de sus propias creaciones, dejó una huella imborrable en la memoria de los colombianos.
Finalizó con éxito la década de los sesenta, comenzaba la de los setenta con un nuevo y gran ritmo nacional: el vallenato. Además, Alfredo insistió con la inclusión de otros instrumentos en las grabaciones y presentaciones como el bajo que se unió al acordeón, la caja y la guacharaca.
Don Alfredo Díaz sabía que un buen cantante, una excelente canción y una grabación perfecta, debía originar todo un movimiento musical, pero, además, el crecimiento de una industria discográfica en gestación.
Se armó en Codiscos todo un equipo profesional en la música, la promoción, Arte y Repertorio y ventas internacionales.
Decenas de artistas llegaron a Codiscos. Los mejores. Binomio de Oro, Omar Geles, Los Diablitos, Miguel Morales, Jean Carlos Centeno, Patricia Teherán, Jorge Celedón… llenaron catálogos de éxitos que se dieron a conocer mundialmente.
Codiscos comenzó a ser fundamental para el Festival de la Leyenda Vallenata y otros certámenes como El Carnaval de Barranquilla, El Festival Cuna de Acordeones donde los productores debían ir a escuchar nuevas canciones, buscar nuevos talentos, conversar, mejorar…
De todas estas campañas musicales también nacieron docenas de compositores que con sus inspiraciones llenaron el pentagrama musical de Colombia. Los amantes del vallenato pedían y pedían nuevas canciones, pero también nuevas figuras y en eso ha estado atenta Codiscos.
Cuántos viajes hicieron Rafael Mejía, Fernando López y Álvaro Picón, entre otros, para crear esta historia que apenas comienza.
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