Por María Angélica Aparicio P.

Salí del zócalo de Marrakech –capital de Marruecos– tras varias horas de caminar a pie. Tomé a la derecha, tal vez a la izquierda. No lo sé. La ciudad era un auténtico laberinto. Recuerdo que tropecé con una exhibición de canastos colocada sobre un piso arcilloso. Ocupaba el ancho de la tienda y un buen tramo del andén. Había que pararse en la calle vehicular, y desde allí, ver el espectáculo de colores y olores que estaban en venta.

En los pintorescos canastos habían puesto toneladas de arena. Pero arena en todos los colores: beige, blanca, vinotinto, café, negra, verde, roja, gris. Jamás había visto un escenario que capturó mi atención de manera tan directa. Intrigada, me animé a preguntar. Aquellos granos minúsculos, de olores surtidos, eran especias. ¿Especias? Venían del interior de Marruecos, cultivadas en la propia África, desde la antigüedad. Se ofrecían al público en aquellos canastos tejidos con pulcritud que animaban la decoración de la tienda, haciendo danzar al tiempo, la vista y el olfato.

Desde el momento en que se descubrieron estos condimentos, ninguna cultura puede desligarse de las especias. Se armó un círculo, muy amplio, alrededor de su producción, la venta y el consumo. Su importancia superó la curiosidad del oro, las perlas y la plata. Griegos, romanos, árabes y judíos se pelearon por conseguirlas, sin importar la distancia a los centros de producción –China, Indonesia e India– ni el fabuloso precio por el cual se pagaba la pimienta, el azafrán, la canela, el jengibre, el cardamomo o la menta. Una verdadera guerra comercial se creó entre asiáticos, africanos y europeos.

Los griegos se aficionan a la gastronomía cuando tuvieron formalizado su imperio territorial. Gradualmente, se volvieron cocineros, verdaderos chefs, y como tales, utilizaron las especias para darle aroma y sabor a los alimentos. A sus ricos manjares, agregaron las bebidas. En las islas griegas del mar Mediterráneo comenzaron a crecer los viñedos, y los bebedores de vino –más hombres que mujeres– se multiplicaron. Para aromatizar el vino que entonces degustaron, los griegos se fueron tras las especias como lanzas arrojadas al aire. Seleccionaron el jengibre, la canela, el tomillo y el perejil. Mezclaron estos elementos, batieron con furor, y se chiflaron sin reserva: resultó un vino de sabor excelente.

Un científico griego, estudioso y aficionado a la medicina hasta el punto de convertirse en el “padre de esta ciencia”, fue el laborioso Hipócrates. Mientras vivió, practicó la medicina como algo nuevo y sorprendente en la humanidad. Se dedicó a investigar, a ensayar trucos, a ganar experimentos, a perder pruebas. Buscando avances en la botánica, terminó metido en el mundo de la gastronomía. ¡Probó con las especias! Creó vínculos entre estas hierbas naturales, exóticas y costosas, y la medicina. Elaboró un inventario de los tratamientos medicinales que podían hacerse con el azafrán, la canela y el tomillo. Como una especia transcendental, escogió la hierbabuena, incluyéndola en sus experiencias para curar enfermedades.

El filósofo griego llamado Teofrasto –discípulo de Aristóteles– dedicó su tiempo al estudio de las plantas. Quería clasificarlas de acuerdo a sus efectos medicinales. De su intromisión en esta ciencia, descubrió la importancia de varias especias. Se interesó especialmente por el comino. Llegó a venerarlo tanto como a sus diosas del Olimpo. Analizándolo con juicio supo que, al combinarlo con otras hierbas, el comino imponía su gran poder sobre otros sabores.

Los griegos usaban el comino para perfumar los pescados y las carnes. Teofrasto, quien bendecía esta planta como ninguna otra, no se quedó atrás. Adobó carnes usando varias especias. Dejó recetas, bajo su estilo personal, para preparar la trucha –pescado predilecto de la época– a base de comino y perejil. De haber existido el premio Michelin otorgado a un cocinero en especial, este chef experiencial se habría ganado el premio.

Los romanos conocieron las especias por influencia de los griegos. Pronto enloquecieron por la pimienta, cuyo consumo en el imperio, en aquellos tiempos, fue desmedido. Su fanatismo llegó al punto de que tomaron la pimienta y el vino. De manera persistente revolvieron una y otra vez, hasta que la hierba quedó en las entrañas de la bebida. Del elegante batido, salió un vino preferencial.

En la edad media –siglos XV y XVI– la pimienta se puso en un pedestal: se volvió moneda de cambio. Desde entonces, determinó el nivel de riqueza o pobreza de la gente. Era rico quien demostraba cuánta pimienta guardaba; era pobre quien almacenaba poca hierba. La vida giró en torno a la variedad de pimienta, –gorda, negra, blanca– que se compraba y vendía. Era una hierba legal que se producía en la India, Sumatra e Indonesia. Muchos se molieron los huesos para obtenerla, pues su sabor fuerte, estimulante, picante, expedía un delicioso olor en la cocción de los alimentos.

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