Por María Angélica Aparicio P.
Un hombre vestido de oscuro con zapatos tenis y gorra roja, joven y con el cuerpo sucio, ocupaba su tiempo en un montón de desechos. Tenía los cabellos lisos, de color rubio; los ojos de un intenso verde. Un revuelto de papeles, residuos orgánicos, botellas de vidrio, lo mantenían atento. A dos pasos suyos había un contenedor de basura saturado de bolsas negras que parecían hablar solas, entre sí, y vivir sin dueño. Tiradas al azar, había otras bolsas y más bolsas de tamaño grande, olvidadas en el andén.
Ese hombre alto de facciones finas, delgado, aumentaba el desorden al romper las bolsas que ya estaban –cerradas– dentro del contenedor. Después tomaba las bolsas del suelo, repitiendo la operación de rasgar el plástico de cada una para revisar el contenido. Una vez rotas, las abandonaba como si dejara atrás sus zapatos viejos de los que ya no quería saber más. De pronto recogió sus cartones y jaló los costales que cargaba. Se dirigió a cualquier parte -sin importarle dos rábanos- el reguero de cosas inservibles, de pésimo aspecto, que dejaba junto al contenedor y sobre las losas manchadas del andén. Era un día cualquiera en Bogotá.
Tras la partida del hombre de la gorra –humilde como muchos otros–, retrocedí unos 300 años para recordar a un niño que había nacido en la histórica ciudad de Madrid (España). Siete meses después de su nacimiento, lo bautizaron con el nombre de Carlos, un Carlos sin otros nombres, directo y frío. Era el tercer varón que llegaba al antiguo Alcázar –residencia oficial de los reyes españoles– donde vivía su familia, personajes que –por sus grandes privilegios– parecían extraídos de un cuento de hadas. Con los años, el niño se convirtió en un hombre de figura delgada y nariz prominente, defensor de las artes y la investigación científica.
Carlos resultó ser un miembro más de la dinastía Borbón. Y como sucesor al trono real se le nombró –en 1759– monarca de España con el nombre de Carlos III. Un buen día, este Carlos instruido, curioso, provisto de habilidades manuales, asomó su cabeza por las calles de Madrid –actual capital de España–. En su rostro reflejaba la angustia al ver las calles mugrientas, impregnadas de barro, con basuras, apestosas y sucias. Las ventanas y los balcones de las residencias no servían entonces para mirar afuera; servían para botar los desperdicios que se acumulaban en las cocinas, en el día a día. Y el rey enfermaba ante la situación de malas costumbres, que parecía indomable en el Madrid de su tiempo.
Carlos III de Borbón se propuso convertir a Madrid –gracias a la influencia de la Ilustración–en un centro cultural donde cupieran jardines, avenidas, fuentes de agua, esculturas y museos. Su proyecto tenía cabeza y dos pies centrados en la realidad. Lo difícil comienza por la cabeza: acabar con el bochornoso arte de botar lo inservible en las pocas vías que tenía la ciudad. Quería borrar las moscas que se pegaban a los deshechos; esperaba asfixiar lo nauseabundo, lo antiestético, los malos olores de la basura, y erigir en el centro, –hoy paseo del Prado–, una zona de emocionante belleza.
Agarrándose de ideas e investigaciones, creó un sistema de limpieza –primero y único en España– que obligaba a todos los madrileños a dejar la basura en recipientes, que, además, debían colocar en los adoquines, fuera de casa. Puesta en marcha su ley, comenzó a implementar los pies de su proyecto: dirigir las obras de la zona central de la ciudad para poner Madrid a la altura de ciudades como San Petersburgo y Moscú. Dicha zona se transformó con la apertura de una red de alcantarillado, con andenes nuevos, con la construcción del Real Jardín Botánico, con las fuentes de Cibeles y Apolo, con el edificio donde hoy se encuentra el museo del Prado. El triunfo de su extraordinario interés fue, no solamente rejuvenecer el Paseo del Prado, sino indiscutiblemente, poner fin a la aborrecible manía de tirar lo dañado donde se antojara.
Trescientos años después –en 2023– Bogotá regresa a las escenas del siglo XVIII –como en la antigua Madrid– cuando el peatón caminaba entre montañas de basura. Los elementos plásticos, los desperdicios orgánicos, los papeles arrugados como masas de harina, los ladrillos desportillados puestos fuera de los contenedores y las canecas metálicas, están ganando la mejor de sus batallas, sin adversario alguno. Y esta batalla que se libra sin armas, sin gritos, en un mudo silencio, pareciera tener un fin: disparar la temperatura para calentar el planeta más de lo que ya está.
El hombre de la gorra –como muchos bogotanos– desconoce que los rayos solares cuando se estrellan con bolsas, o botellas plásticas, o con vidrios y muebles abandonados en los separadores, tienen que parar en seco, porque estos elementos, incapaces de absorberlos, les impiden pasar hacia el subsuelo –de ahí la importancia de la capa vegetativa–. Entonces rebotan con furia, se devuelven como un búmeran, a veces como huracanes, al medio ambiente, aumentando la temperatura del entorno.
Es curioso que se hagan cruzadas para limpiar los mares, los parques nacionales, el parque Simón Bolívar, que se propague el cuidado de la Amazonía, si aquí, en Bogotá, el planeta se calienta con la basura al aire. Ni se enseña un proceso con conocimientos, con herramientas, vigilado, ni se promociona la higiene en una ciudad de más de ocho millones de habitantes. Con el mugrero rondando por las calles, con escenarios descuidados, mal presentados, ¿cómo se desarrolla un turismo local sostenible?
Si Carlos III se levantara de su tumba podría darnos sus ideas, sus ideas reflexivas y modernas, con el fin de poner patas arriba nuestra mente cavernícola y el actuar prehistórico que nos sigue dominando frente al desorden.
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