Por María Angélica Aparicio P.

Dijeron que tomara un bote y navegaron durante hora y media. Me subí a la amplia embarcación acompañada de su dueño, un chico bajito y musculoso que sonreía todo el tiempo. Me contó que, llevando pasajeros de una orilla a otra, ganaba lo suficiente para irse de vacaciones el próximo otoño. Se iría a Plymouth –en dos meses exactos– donde tenía unos amigos que invertían el tiempo en surfear. Él haría lo mismo. ¿Plymouth? ¡Jesús! ¿Qué rayos era Plymouth?

Lo supe cuando el muchacho ya estaba en la costa comenzando sus vacaciones de otoño. Plymouth se localiza en el sur de una isla. Buscándola en el mapa, encontré que era una ciudad. Una ciudad poblada, catalogada como uno de los puertos naturales más asombrosos del mundo. Entonces comenzó a funcionar mi cabeza: Plymouth era un pequeño lugar que se encontraba en Inglaterra. En la segunda guerra se volvió crucial a los ojos de los alemanes porque aquí, precisamente aquí, la Marina Real Británica tenía una base militar. Y los alemanes buscaban destruirla.

Me conecté con Inglaterra. Pensé que cerca a nuestros continentes se visualizan unos cuerpos de tierra irregulares que parecen depositados por alguien pero que, en realidad, están en el agua gracias a la magia de la naturaleza. Son las islas. Las islas naturales que decoran los mares como si fueran globos aerostáticos. En épocas de turismo, los capitanes de aviones, cruceros y barcos transportan a miles de veraneantes para que pasen una temporada de descanso en estos firmes y sólidos territorios isleños. Muchos llegan a Inglaterra.

Un día cualquiera, la naturaleza puso a Inglaterra al norte de Europa, a setecientos kilómetros de Francia. La dejó clavada en el mar, rodeada de abundante agua. La privilegió con ríos, con zonas planas, árboles y montañas. Navegantes como los Vikingos hablaron de esta tierra y desde entonces se quedó como tal: como una isla de aparatosos paisajes que, en el siglo V, sería habitada por la cultura Celta. Una isla de suelo macizo que ha sostenido grandes edificios con historias realmente remotas.

Inglaterra -llamada así antes de unirse a Escocia- tiene a Londres como una de sus ciudades ejemplares. Por sus calles corre el río Támesis, de unos 350 km de largo, que la recorre por el sur. Ofrece la gran dicha de permitir la navegación de embarcaciones ligeras y en sus aguas, a lo largo del año, se realizan distintas competencias náuticas. Los barcos turísticos que se mueven en la superficie del Támesis permiten contemplar de lejos, además, las construcciones más clásicas de la ciudad, las que el turista admira fascinado y perplejo. Son los monumentos que siguen manteniendo en pie los reyes y reinas de la dinastía Windsor a la cual perteneció la difunta Isabel II.

Una antigua construcción de tradición inglesa es la suntuosa abadía de Westminster de estilo gótico. Resulta fascinante contemplarla desde el exterior y ver su altura y grandeza. Pero más goce provoca adentrarse en el recinto y descubrir que aquí, existe un conjunto de tumbas de reyes y personalidades del país. ¡Más de tres mil tumbas! Además, ha sido la sala central de varias bodas –incluida la de Isabel II y Felipe de Edimburgo– desde que el rey Enrique I decidió contraer nupcias en este lugar.

En la abadía de Westminster se aloja la famosa torre del reloj, el ícono indiscutible de Londres. Constituye un símbolo que atrae la visita de cualquier paseante nuevo de la ciudad. La torre se levantó en el siglo XIX en el mismo estilo gótico de todo el conjunto arquitectónico. Su gran acogida radica, no solamente en su altura, –96 metros– sino en el Big Ben. Este reloj antiguo, de siete metros de diámetro, se considera el más exacto del mundo a pesar de su falla técnica de 1962. Colgado con orgullo de las paredes superiores de la torre, ha soportado el frío, los vientos, la nieve de los inviernos, hasta los bombardeos que sufrió Londres en la segunda guerra mundial. En el día a día continúa marcando el tiempo de cada ciudadano inglés.

El joven del bote me había mencionado otras islas de menor tamaño situadas al nororiente de Asia. Me habían nombrado en Japón. ¡Dios! En la guía turística que tenía, ¿Japón aparecía como una isla?  En lo absoluto. Descubrir que, geográficamente, era un archipiélago, me costó dos buenos estornudos sumado a un sonoro chiflido. El archipiélago japonés está conformado por cuatro islas de alto impacto en el desarrollo mundial: Hokkaido, Shikoku, Honshu y Kyushu.

Es en Honshu donde se refugia una de las ciudades más costosas del mundo: Tokio. Hoy es la ciudad de las medidas perfectas: 60 90 60. Está acaparada por edificios modernos, calles señalizadas, centros comerciales enormes. A diario, cientos de personas se desplazan a sus trabajos como racimos. Aquí convive la armoniosa mezcla entre lo tradicional y lo moderno: los viejos templos con los jardines contemporáneos; el barrio comercial Shibuya con el dominio imperial del monte Fuji, que puede verse desde Tokio; la estatua de Hachiko con la villa Olímpica. El resultado último era saber –a modo de reflexión– que Tokio como Londres se habían fundado en países que, desde la geografía física, eran islas flotantes en el océano.

El chico del bote me hizo retornar, de pronto, a América del Sur. No la mencionó, pero recordé un archipiélago de gran popularidad descubierto en el siglo XVI, conocido como las “Islas Encantadas”. Estas islas del archipiélago fueron el refugio de los piratas ingleses.   Justamente, en este paraíso guardaban los tesoros robados de los galeones españoles; los escondían de las miradas ajenas para evitar que otros ladrones –como franceses y holandeses– se los quitaran.

Pasado el tiempo, comenzaron los turistas a señalarla con el nombre de Galápagos. El archipiélago –formado por trece islas– se inundó de curiosos. Venían de Ecuador y de otros países para vanagloriarse con la opulencia de tortugas, delfines, tiburones, ballenas, lagartos, iguanas, leones marinos, pingüinos y arrecifes de coral que la habitaban.

Galápagos está ubicado en el Océano Pacífico a unos 900 km de Ecuador. Por su riqueza en fauna ya es otro Patrimonio de la Humanidad. Debe cuidarse –más que nunca­– para beneficio de nuestro planeta. La isla más grande del archipiélago se llama Santa Isabel, donde pueden contemplarse iguanas, pingüinos, pelícanos y palomas, entre otros animales. Para los veraneantes extranjeros, la isla de Santa Cruz es la favorita. Aquí hay una cadena de hoteles que permiten disfrutar los exquisitos paisajes que presenta el mar.

Volví a evocar al chico del bote. Lo imaginaba frente al mar de Plymouth, acostado en un cómodo asiento playero después de surfear durante horas. Seguro andaba feliz, planeando regresar cuando consiguiera dinero con su trabajo honesto. Le agradecí que me hablara de Plymouth y de Japón. Un simple comentario me llevó a cavilar más allá de lo acostumbrado, y dignificar por lo alto la importancia de los archipiélagos y de las islas que hacen parte de nuestro planeta.

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