En un mundo donde la información circula a la velocidad de un clic, la desinformación científica se ha convertido en una amenaza real y creciente.

Las redes sociales, concebidas inicialmente como herramientas para conectar a personas y compartir conocimiento, han pasado a ser también el caldo de cultivo ideal para la proliferación de bulos, pseudociencia y teorías conspirativas que pueden poner en riesgo la salud pública, frenar avances científicos e incluso socavar la confianza en instituciones fundamentales.

Una pandemia informativa

Durante la pandemia de COVID-19, el mundo fue testigo de cómo la desinformación científica puede tener consecuencias devastadoras. Desde teorías que negaban la existencia del virus hasta campañas que promovían el rechazo a las vacunas, millones de personas fueron expuestas a contenidos falsos disfrazados de ciencia. La Organización Mundial de la Salud (OMS) acuñó entonces un nuevo término: “infodemia”, para describir este exceso de información, en gran parte errónea, que dificulta encontrar fuentes fiables y orientación segura.

¿Por qué se propaga tan fácilmente?

El diseño algorítmico de plataformas como Facebook, TikTok, X (antes Twitter) o Instagram favorece la viralidad sobre la veracidad. Los contenidos que generan más interacción —a menudo los más escandalosos o emocionales— tienen más posibilidades de aparecer en los “feeds” de los usuarios. Esto crea cámaras de eco en las que se refuerzan creencias erróneas y se margina la información basada en evidencia.

Además, muchos usuarios carecen de la formación científica necesaria para identificar fuentes fiables, interpretar estudios o detectar falacias argumentativas. En este contexto, cualquier persona puede presentarse como “experto” y ganar miles de seguidores difundiendo teorías infundadas, sin someterse al mínimo escrutinio.

Las consecuencias: más allá del clic

La desinformación científica no solo engaña: mata. Las dudas infundadas sobre vacunas, tratamientos médicos o el cambio climático han contribuido a decisiones individuales y políticas que ponen en peligro vidas humanas y el equilibrio del planeta. También alimentan la polarización social, erosionan la confianza en la ciencia y abren la puerta a movimientos anticientíficos que ganan cada vez más fuerza.

En el ámbito de la salud mental, por ejemplo, proliferan contenidos que prometen curas milagrosas sin evidencia, mientras se demoniza la medicina convencional. En la nutrición, dietas sin base científica alcanzan millones de visualizaciones. En astronomía y física, se reciclan teorías conspirativas que niegan descubrimientos consolidados, desde la llegada a la Luna hasta la forma de la Tierra.

El papel clave de la alfabetización científica

Frente a esta amenaza, la educación científica es más necesaria que nunca. Promover el pensamiento crítico, el análisis de fuentes y la comprensión básica del método científico debería ser un objetivo prioritario en los sistemas educativos. Asimismo, los científicos y divulgadores deben tener un papel más activo en redes sociales, no solo para corregir errores, sino para anticiparse a ellos generando contenidos rigurosos, atractivos y comprensibles.

También se requiere mayor responsabilidad por parte de las plataformas digitales, que deben implementar mecanismos más efectivos para identificar y frenar la propagación de desinformación sin censurar la libertad de expresión. El reto está en lograr un equilibrio que permita el debate, pero con base en hechos.

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