Por ©Diana Balcázar Niño

Cuando comenzó la cuarentena en Colombia con motivo del Covid 19, los miembros de la junta directiva de la Asociación Bogotana de Ornitología se preguntaron: Y ahora, ¿qué vamos a hacer? Es una larga tradición en la asociación organizar salidas a “pajarear” (observar aves) una vez al mes a algún municipio cercano o dentro de la ciudad.

La perspectiva de la cuarentena implicaba suspender de cuajo esa maravillosa distracción de salir a caminar por senderos en medio de la vegetación, apreciar hermosos paisajes y compartir aventuras con los compañeros. Pero también –y eso era lo peor de todo- implicaba marginarse de su pasión más profunda: la de situarse frente a las aves en su medio natural, disfrutar de sus colores y de sus cantos, buscarlas entre la maraña hasta por fin tener, aunque sea un atisbo de ellas, confirmar su identidad en alguna guía de aves. Y también, ¿por qué no? conocer una especie nueva, aquella que nunca antes se había cruzado ante sus ojos.

Pensando en lo que significaría el encierro no solo en términos de soledad, desánimo y ansiedad, sino en la falta de ese desfogue de alegría y recreación que significaban las “pajareadas”, la respuesta de la sicóloga Camila Gutiérrez -miembro muy activo de la asociación– ante la pregunta de ¿Y ahora qué hacemos?, fue: ¡Pues pajariemos desde la ventana!

La idea inmediatamente hizo “click” en los miembros de la junta. ¡Pues sí!  ¡Si no podemos salir a buscar las aves, observemos las que tenemos cerca!

Rápidamente, la asociación organizó la actividad. Se estableció que se llevaría a cabo todos los sábados, de seis a siete de la mañana, y que en la siguiente hora se realizaría una reunión por Zoom, donde todo el mundo pudiera verse y comentar sus experiencias, hablar de las aves que había visto y, sobre todo, compartir con otros la actividad y sentirse acompañados. Se abriría un grupo de WhatsApp para irse comentando en tiempo real las experiencias y enviar fotos y videos, el cual fue necesario dividir en varios grupos debido a la cantidad de participantes. Y para hacer que esta pajareada realmente luciera como una “de verdad”, se invitaba a los asistentes a vestirse con la indumentaria tradicional de esta afición: ropa de colores café, verde o, en general, oscuros, y sombrero o cachucha. ¡Las botas de caucho se perdonaban!

¡Quién podría haberse imaginado que lo que se pensó para solo unas cuantas semanas, se extendería a 25 y por seis meses!  Pero las sorpresas no terminaban ahí, pues los miembros de la junta cada vez veían cómo el interés por participar aumentaba y, al final, fuimos un total de 733 pajareros los que tomamos parte, de todas las localidades de Bogotá, de 27 departamentos y hasta de nueve países. Fue tanto el éxito de la iniciativa que inspiró a otras en otras regiones, como la realizada por la Sociedad Antioqueña de Ornitología.

EL PUNTO DE VISTA DE ELLAS

Cuando se creó la actividad de pajarear desde la ventana, las aves ya se la habían inventado. Es decir, ellas ya nos observaban todos los días, desde sus propias “ventanas” (las ramas de un árbol, el pasto, un muro, un poste de energía eléctrica). Sabían cuando nos acercábamos demasiado y había que alejarse por un momento, y cuándo regresar tranquilamente pues al parecer ya había pasado el peligro. Conocían nuestros movimientos y hasta los diferentes sonidos que salían de nuestras casas o edificios, como el ruido de los carros o el de las puertas al abrirse o cerrarse. Sabían a qué horas prendíamos o apagábamos la luz.

Conocían mucho más de nosotros que nosotros de ellas. Porque de seis a ocho de la mañana (o a la largo del día), a lo mejor nunca estábamos mirando por la ventana, o no lo hacíamos centrando nuestra atención en ellas. Entendíamos pajarear como salir a los bosques, a los humedales, a los parques o a las carreteras, y no a estar sentados observando nuestro entorno particular.

Foto Carlos David Lozano.

Pero eso cambió con esta experiencia. Y en esa tarea de observar “con juicio” el mundo desde casa, lo que hicimos al principio fue mirar las aves e identificarlas. Pero, luego, cansados de ver siempre las “mismas” especies, descubrimos que ellas tenían mucho más secretos para contarnos. Aprendimos de sus comportamientos, qué tipo de alimento comían, a qué horas empezaban a cantar, si estaban presentes todos los días o muy de vez en cuando, con quién peleaban. Incluso en algunos casos pudimos reconocer individuos por alguna pequeña marca que se repetía día a día.

Y al verlas discurrir en su existencia, descubrimos que quizás no eran ellas las que estaban en nuestro territorio sino nosotros en el de ellas. Allí nacían, crecían, se reproducían y morían. Allí se alimentaban, se acicalaban, conseguían compañero, defendían su territorio. Vivían su vida. O llegaban de recorrer miles de kilómetros, a un árbol en la calle o a una antena de televisión frente a nosotros, antes de continuar su viaje. Y esa antena era “su” antena y ese árbol “su” árbol, para descansar.

¡Cuántas experiencias, mientras las espiábamos! Cuántos aprendizajes mientras ellas nos mantenían unidos y nos hacíamos plenamente conscientes de que ellas y nosotros éramos vecinos, caminando por la vida al mismo tiempo y en el mismo lugar. Maravillosa vecindad que fue, para muchos de nosotros, tabla de salvación en estos tiempos de pandemia.

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