Por María Angélica Aparicio P.

Un avión B-29 apareció en el cielo a primeras horas de la mañana. Desde su interior, se lanzó el artefacto que el mundo conocería como la primera bomba nuclear de la humanidad, lanzada sobre la ciudad de Hiroshima, una preciosa urbe de Japón. Eran 64 kilos de uranio que cayeron, indiscriminadamente, encima de una población indefensa. Cuando menos se esperaba, asomó la muerte en las calles, en las escuelas, en las oficinas, en el interior de las viviendas. Se dijo entonces que 70 mil personas habían perdido la vida.

Hiroshima había sido construida en el delta del río Ota. Como en Venecia, los brazos de este delta –pequeños islotes aislados– se habían unido con puentes de cemento para comunicar los edificios que decoraban la ciudad, y dar paso al tráfico de peatones y autos. La ciudad estaba rodeada por colinas bajas, cubiertas de árboles de pino que armaban bosques. En los brazos naturales de este río ­–Ota– se levantaron numerosas casas de madera –parecidas a los chalets europeos que ya existían–, y casas de adobe con techo de paja, donde convivían y dormían los habitantes. Algunos edificios militares y civiles que pertenecían al gobierno se habían hecho con materiales más resistentes. Si algo llegara a pasar, podrían aguantar más que aquellos chalets que inundaban el paisaje.

Árbol sobreviviente.

Para 1945 Hiroshima ostentaba el título de ciudad. Era entonces la séptima metrópoli más importante del país, y un puerto clave sobre la zona sur del archipiélago japonés. Sus industrias giraban en torno al tabaco, la producción de ropa, las conservas, las armas y los aceites. Todas estas fábricas estaban en manos de japoneses nativos, de trabajadores organizados, que cumplían diariamente con su deber. Se había logrado movimiento, ritmo y vida cultural en las seis islas que formaban la ciudad.

A Hiroshima llegaban las noticias de las bombas de napalm que arrojaban los norteamericanos sobre Tokio y Osaka. ¿Miedo? Si, era posible. Sin embargo, la guerra seguía su curso, con Japón y Estados Unidos a la cabeza del conflicto mundial. Los 350 mil ciudadanos de Hiroshima no sospechaban la aterradora sorpresa que les esperaba. Algunos tan solo sabían que la destrucción de Tokio no cesaba; que las bombas que arrojaban los gringos desde sus aviones convertían en polvo los techos y las paredes de las construcciones. Pero Tokio estaba al otro lado de la isla de Honshu, a diez horas por carretera, ¡lejísimos! Demasiado lejos como para pensar que uno de aquellos artefactos llegara a sus calles.

Desaparecido el famoso hongo que generó la bomba, edificios, fábricas, hospitales, templos, escuelas y viviendas de Hiroshima quedaron bajo cúmulos de escombros. Un reguero de cosas chamuscadas rodeaba el epicentro, el punto donde se había estrellado el monstruo de la muerte. Postes de luz en el piso, árboles de pino caídos, automóviles convertidos en chatarra, ladrillos y tejas pulverizadas, formaron el paisaje oscuro y desolado que dominaría, por mucho tiempo, las mentes y la realidad de los supervivientes. Entonces apareció el pánico. Los muertos se contaron a montones, y los vivos, sin entender nada, sometidos de repente a quemaduras extremas, se quedaron sin hermanos, sin amigos, sin los padres y abuelos que constituían la clase trabajadora de Hiroshima. Muchos acabaron completamente solos.

Antes de las 8:15 de la mañana –hora en que se vino la bomba encima –varios científicos norteamericanos estaban atentos al vuelo del avión Enola Gay ­–escogido para el lanzamiento– que se desplazaba rumbo a Hiroshima. Ese grupo conocía con exactitud la secreta operación de los gringos. El consagrado profesor de física y matemáticas Robert Oppenheimer, integrante del grupo, conocía al detalle el poder destructor del uranio 235 y la reacción nuclear en cadena. Director del proyecto Manhattan que se desarrollaba en el desierto de los Álamos, –en el Estado de Nuevo México– el científico Oppenheimer se mantuvo despierto desde el despegue del Enola Gay piloteado por el coronel Paul Tibbets, hasta la aparatosa caída del explosivo. Más de 10.000 kilómetros de distancia lo separaba de la tragedia.

La película “Oppenheimer” que se ha presentado en Colombia es la muestra de un hombre que, con sus investigaciones, experimentos, deducciones y resultados, pudo crear, con apoyo de otros estudiosos, la bomba que se estrelló contra todo lo que pudo. En pie quedaron como símbolo de resistencia de la antigua Hiroshima, como desafío al esfuerzo de Robert Oppenheimer y los suyos, la estructura de la Cúpula de Genbaku y la hemeroteca Chugoku Shimbun. La Cúpula había cumplido cuarenta años de inaugurada ese año de 1945. Su estructura en ruinas hace parte, actualmente, del Parque Conmemorativo de la Paz de Hiroshima, donde cada año se realizan actividades culturales en recuerdo al ogro que cayó del cielo como una odiosa plaga.

Hoy, sesenta y ocho años después, Hiroshima vuelve a estar decorada por los árboles que sobrevivieron a la tragedia: por el ginkgo biloba, un gigante de 35 a 40 metros de altura, de ramas gruesas, cuyas hojas de color verde, en forma de abanico, se trocaban amarillentas al comenzar el otoño. Cerca de 160 ginkgos quedaron de pie ese 6 de agosto de 1945. Otros perdieron su fuerza y, pese a la longevidad que los caracterizaba, quedaron extendidos junto a docenas de estudiantes, oficinistas, profesores, niños, amas de casa, obreros y militares hiroshimaenses.

Esa mañana de agosto fue una mañana difícil para los japoneses.

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