Por www.satena.com
Satena le lleva.
Municipio localizado en el departamento del Putumayo constituido en los resguardos indígenas Albania, Chaluayaco, Wasipungo, San Miguel de La Castellana y Blasiaku, pertenecientes a la etnia Inga. Allí se recorre gran parte de la selva espesa amazónica y se observa el trayecto de las misma, un lugar donde el hombre respeta la naturaleza y se conecta con ella. En este majestuoso lugar se pueden visitar lugares como: La cascada del fin del mundo, Rio Rumiyaco, Salto del Indio, Reserva Natural Paway, Ojo de Dios y Mandiyaco.
El agua se descuelga al vacío entre el verde de los árboles y el cobrizo tono de las rocas húmedas. No hay más camino adelante. La única opción es asomarse a un balcón natural en el que parece que el mundo se acabará y, en frente, como en el reflejo de un espejo, otro comenzará.
Puede ser la magia de un país rico en especies, bañado por ríos y mares, y arropado por todos los climas. Puede ser una recompensa al dolor que por años ha dejado el conflicto armado en esta zona. Puede ser que, en medio de la selva amazónica, la Tierra se divida en dos. Contrario al estigma que carga su nombre, el Fin del Mundo en Colombia no es un escenario apocalíptico. Es tal vez el único fin del mundo donde la vida comienza: las aves vuelan libres, confluyen todos los verdes de las plantas, los sonidos de la selva amazónica conectan con la naturaleza y el agua, abundante y pura, brota con la fuerza del chorro virgen que expulsa la montaña hasta caer en un abismo de 75 metros.
Esta cascada, extraviada entre las montañas que separan a Mocoa de Villagarzón, puede ser el secreto mejor guardado del Putumayo, un departamento de clima tropical húmedo, con una superficie de casi 25.000 kilómetros cuadrados, hogar de 12 pueblos indígenas y del yagé, una planta ancestral que algunos ‘blancos’ han convertido en droga recreativa. El camino de entrada a este paraíso escondido está en el kilómetro 6 de la vía que conecta a estas dos poblaciones. Una señal de tránsito café, de letras blancas, salpicada por el polvo que levantan las tractomulas cargadas de crudo que han maltratado el asfalto, anuncia la ruta. Es una mezcla de césped y tierra que lleva hacia un puente colgante de madera que atraviesa las briosas aguas del río Mocoa y que abre un sendero hasta la casa de la familia Huaca, propietaria de gran parte de las tierras del Fin del Mundo.
Venden bebidas, alquilan caballos para los que no se sienten capaces de subir a pie y botas de caucho para no mojarse en el camino.
En una charla de 20 minutos, Doris cuenta cómo la comunidad se ha organizado para recibir a los turistas con una oferta atractiva y responsable. Cobra 2.500 pesos por persona, dinero que se invierte en la adecuación de un camino que cuando lo empezaron a delinear sacó a la luz enormes piedras una junto a otra, que no se sabe si son ancestrales o fueron puestas hace pocos años. Dice que antes el ingreso a esta área era libre, pero que la gente se perdía entre los laberintos de la selva. Ahora, los visitantes solo pueden pasar si van acompañados de un guía.
Carmen Velásquez es una de ellas. Hace cinco años tiene su Registro Nacional de Turismo y su tarjeta profesional. Nació hace 56 años en Mocoa y al menos una vez a la semana va hasta el Fin del Mundo. En cada paso, en cada curva, en cada claro que se despeja en medio de la espesa selva comparte un dato: los tipos de árboles, las especies de aves, las comunidades indígenas que habitan, el clima, la altitud.
Vive orgullosa de su región, que por años fue considerada ‘zona roja’, pero que hoy es tan tranquila como sus paisajes. Para hacer el recorrido –dice– hay 15 operadores turísticos formalizados, un número que crece desde hace cuatro años a la par del volumen de visitantes. En su mayoría son extranjeros. Recuerda al belga Phillip, propietario de un hostal hasta hace unos meses. Dice que él fue quien se encargó de poner al Putumayo en reconocidas guías de turismo en la web, como Tripadvisor.
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