Por Gustavo Castro Caycedo
El 8 de marzo de 1943, dos días después de haber cumplido 16 años, el joven Gabriel José de la Concordia García Márquez, nacido en Aracataca, llegó a la casona colonial, sede del Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá, ubicada a cuatro cuadras de la estación del tren.
En el Liceo convivían estudiantes externos y 120 jóvenes internos, la mayoría cortos de dinero. Gabo llegó 23 días después de iniciado el año escolar. Firmó la matrícula No 182, para tercero de bachillerato, y pronto le pusieron apodo de “Peluca”, por su abundante cabellera. A todos los alumnos y profesores les tenían sobrenombre, excepto a Carlos Julio Calderón Hermida, a quien con respeto le decían, “Don Carlos Julio”.
¿Pero por qué llegó Gabo a Zipaquirá? En el vapor que lo traía de Barranquilla por el río Magdalena, García Márquez se unió a unos jóvenes costeños que iban acompañados por una guitarra “que sabía tocar” vallenatos y boleros.
Los pasajeros trasbordaron al tren en Puerto Salgar rumbo a Bogotá. Un señor elegante, que había escuchado a Gabriel en el vapor, se le acercó y le pidió que le copiara la letra de uno de los boleros que había cantado para dársela a su novia. ¡Y Gabo le dio gusto!
Días después cuando hacía fila en el ministerio de Educación, para conseguir una beca, frente a él pasó el señor del bolero quien, al verlo, le dijo: ¿Y tú qué haces aquí? Cuando Gabo le explicó, él se río y le dijo: “no seas pendejo, sal de esa fila”. Era Adolfo Gómez Támara, jefe de Becas del ministerio, quien dijo que le ayudaría, y tras explicarle que no podía darle beca para San Bartolomé, (donde Gabo quería estudiar), pero que sí en al mejor colegio público de Colombia: el Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá. Así, “por cosas del destino, “Gabriel García Márquez llegó a ese colegio donde sería escritor quien llegaría a ser Premio Nóbel de Literatura.
A las siete de la mañana de este lunes 8 de marzo, tomó en la Estación de la Sabana el Ferrocarril del Norte, que lo llevaría con su acudiente Eliécer Torres, (amigo de su padre), en hora y media a Zipaquirá. Pasando por Usaquén, se repitió el paisaje sabanero que a Gabriel le había gustado cuando llegó de Puerto Salgar a Bogotá. El ritmo acompasado del tren, y el paisaje, distrajeron la incertidumbre que lo invadía para ir a un lugar totalmente desconocido.
El itinerario fue: Usaquén, La Caro, Cajicá, y Zipaquirá. El paisaje le ofreció a Gabo una visión novedosa, en su tierra no había montañas como estas. Observaba a los campesinos cerca de sus ranchos, colgados de sus arados halados por yuntas de bueyes; el campo salpicado por espigas de trigo que servían de alimento a las mirlas; sembrados de papa; patos madrugadores; rebaños de vacas recién ordeñadas; bruma matinal; el cielo de la sabana con nubes que dejaban “rotos” por donde se colaban los rayos del sol, y el río Bogotá que aún no había sido envenenado por los curtidores de cuero, y por unos abusadores de sus aguas cristalinas al que le hacían calle de honor los sauces que a Gabriel no le parecían llorones sino alegres.
El temor a lo desconocido retornó al corazón Gabo, cuando los vecinos de banca le avisaron que al pasar “la loma de San Roque” estaba la ciudad, ubicada a 47 kilómetros de Bogotá. Eran las 8 y 30 de la mañana, hacía mucho frío cuando el maquinista activó el potente pito a vapor; García Márquez vio la primera imagen de la ciudad donde habría de convertirse en escritor
Gabriel y Eliécer Torres se bajaron en la “Estación Bazzani”, (apellido de su constructor), y paradójicamente lo primero que encontraron en la “Ciudad de la Sal”, fue a las “carameleras” que vendían golosinas dulces no aptas para diabéticos.
Camino al Liceo con “El Ciego” Isidro
Allí, Gabo recordó la llegada y salida del “tren amarillo” de Aracataca, y a su abuelo el coronel Nicolás Ricardo Márquez, que lo llevaba de la mano a la estación del tren de su pueblo. Pero ahora en tierra extraña todo era distinto
Al salir de la estación Bazzani, contrató al “Ciego” Isidro, un carguero, para que le llevara su baúl y su colchón hasta el Liceo. Isidro era un moreno tímido a quien los zipaquireños querían, por ser servicial. Vestía overol azul enterizo y caminaba con “la pata al suelo”, porque no le gustaba usar zapatos. Al ritmo que imponía Isidro impulsando su zorra, subieron por la calle Quinta, tomaron la carrera Octava y llegaron al Liceo ubicado en la Séptima.
Este también hizo de “guía turístico” mientras caminaban le contó a Gabo sobre la Plaza Mayor y su gigantesca catedral de cúpulas verdes, estilo neoclásico francés, donde nació la rebelión conservadora contra el presidente Murillo Toro en 1865. Y los palacios Municipal y de Salinas, que contrastaba con las centenarias casonas coloniales estilo español. Y el “Cerro del Zipa”, con una inmensa mina en sus entrañas que aún no alojaba la fabulosa catedral de sal, pero sí los inmensos socavones excavados desde la época muisca.
Y vio la casa donde se hospedó 34 días el arzobispo Antonio Caballero y Góngora, durante la “Revolución de los Comuneros”, frente a la cual fueron sacrificados los mártires patriotas zipaquireños, por orden del Pacificador Pablo Morillo. Mientras García Márquez oía a Isidro, pensaba: ¿Cómo será el Liceo? ¿Qué clase de compañeros voy a tener? ¿Cuál será mi suerte en esta ciudad ofensivamente fría?
Cerca del Liceo, en el “Palacio de Salinas, “quedaba la oficina de Telégrafos donde trabajaba Sara Lora, (telegrafista como el padre de Gabo), quien por solidaridad habría de convertirse en su acudiente pues Eliécer Torres “le sacó el cuerpo” a tal encargo.
Cuando llegó el momento de franquear el gran portón del Liceo, cuya inmensa edificación ocupaba una cuadra, a Gabo le pareció un convento. Allí extrañó a los suyos; creía que en semejante lejanía no habría a quien le doliera su soledad.
“Riveritos”, el portero del Liceo lo orientó y le indicó dónde debía entregar sus partidas de nacimiento y de bautismo, y el certificado de primero y segundo de bachillerato que había cursado en el colegio San José de Barranquilla. Cumplido esto, oficializó la matrícula No. 182, para Tercero, dos días después de haber cumplido 16 años. Tiempo después, le expidieron en Zipaquirá, su Tarjeta de Identidad, la número 4917.
En el patio del Liceo, el interno Humberto Guillén Lara, a quien llamaban “El Negro” Guillén, lo vio llegar despistado y se ofreció a ayudarle a subir sus “bártulos” al dormitorio por las escaleras que terminaban frente a la habitación del rector Alejando Ramos. Y le explicó cómo se vivía en el Liceo. A Gabo, quien llegó extemporáneamente al Liceo, le abrieron un espacio en medio de los catres de Manuel de La Rosa y Miguel Ángel Lozano, en el dormitorio de los mayores para 60 internos. Estaba al final de un corredor con piso de madera que crujía cuando caminaban sobre él.
Lo encerraron en un salón oscuro
Esa noche después de comer, sus nuevos compañeros le contaron que en la casona construida en 1782, rondaban unos espíritus y se aparecía “el chiras”. Por eso su mente regresó a las supersticiones, miedos y cuentos de fantasmas de su abuela Tranquilina Iguarán y de sus tías, quienes lo metieron en el “realismo mágico”, que ahora se reactivaba en Zipaquirá.
Su compañero Luis Garavito, cuenta: “La primera noche encerramos a Gabo en un salón oscuro y lo asustamos dándole ‘batacazos’ a la puerta; él nunca nos perdonó tal broma”. Esa primera noche Gabriel la pasó en vela a pesar de su cansancio por el día tan duro y ‘engarrotado del miedo y con mucho frío, que era más fuerte que el sueño. A su trasnochada ayudaron “los perros de los solares vecinos al Liceo, que ladraban con aullidos asustadores”. Las horas habían sido eternas, y cuando por fin logró dormirse, sintió el toque torturador de una campana que lo despertó abruptamente antes de las seis de la mañana para que se levantara y se bañara en ese frío gélido. Entonces se sintió abandonado muy lejos de su tierra, interno, colmado de soledad, en una ciudad desconocida y bajo unas estrictas reglas de su nuevo colegio.
Frente al Liceo, García Márquez veía entre otras casonas coloniales, la casa que fuera del presidente Santiago Pérez, y la de la intelectual Cecilia González Pizano, (“La manca”), quien fue importante en su formación como escritor.
Debe tenerse en cuenta a las narraciones fantásticas que su abuela y sus tías le habían metido en la cabeza a Gabriel García Márquez en Aracataca cuando era muy niño, siguieron los cuentos fantásticos zipaquireños que acrecentaron sus miedos que le generaron constantes pesadillas; y la gran influencia de su profesor de Historia de América, Manuel Cuello Del Río, amante de lo esotérico a quien llamaban, “Fantasmagoria”; y cuatro tragedias vividas por Gabo en Zipaquirá, entre ellas la muerte de su primera novia, incentivaron de manera importante su cultura del “realismo mágico” que hizo carrera en el mundo.
Predestinado por el milagro de haber conocido al jefe de becas Adolfo Gómez Támara, Gabriel García Márquez llegó al Liceo quería seguir siendo dibujante y caricaturista. Allí se graduó de bachiller el 6 de diciembre de 1946con 24 compañeros, luego de “cuatro años de soledad”. Y también fue predestinado porque Dios permitió llegar a su vida al profesor “opita” de Literatura y Preceptiva Literaria quien lo inició y lo condujo a las letras y a la gloria, y sobre quien Gabo escribió: “Al profesor Carlos Julio Calderón Hermida fue a quien se le ocurrió esa esa vaina de que yo escribiera”. (GRS-Prensa).
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